Pertenezco a la generación del baby boom –hoy plateada–, es decir, aquellos españoles que vimos la luz entre los 50 y 70 del pasado siglo. Soy, pues, miembro de una de aquellas familias numerosas de provincias, de vida sencilla y de escasos lujos, que tenían por fiesta extraordinaria el domingo de caza con su cuadrilla familiar. Los supervivientes de aquel tsunami infantil formamos hoy el singular colectivo del «qué bien te veo». Esa breve ‘certera’ edad en la que la biología y la experiencia copulan aún en proporción suficiente para emitir juicios de cierta lucidez y criterio. Apelo a esa madura perspectiva para mantener la tesis de esta nota. 

Aquella generación, decía, empieza a ser consciente que tendrá el triste privilegio de ser la última en haber podido cazar como sus padres y la desgracia de asistir a la agonía de una actividad tradicional que tanto significó en sus vidas: la caza menor. ¡La gran caza menor! Es aquella ocupación incierta, dura y balsámica la que añora mi generación, desconcertada ahora por la deriva de aquel oficio al de un artificio consumado. 

Inesperadamente, aquella humilde ocupación rural, que era cazar sin perder de vista nuestras tejas municipales, ha pasado, en una sola generación, a ser una actividad sospechosa, estigmatizada y acusada de cruel y prescindible.

Motivo para la nostalgia es comprobar la práctica extinción de aquella fauna menuda, esquiva, libre, silvestre y autóctona que oponía la resistencia justa para que su captura hiciera sentirnos plenos de vida y moralmente satisfechos. Inesperadamente, aquella humilde ocupación rural, que era cazar sin perder de vista nuestras tejas municipales, ha pasado, en una sola generación, a ser una actividad sospechosa, estigmatizada y acusada de cruel y prescindible. Me resisto a escribir el epitafio a un modo de vida natural y sostenible que formó parte vertebral de una cultura a la que sin duda pertenezco.  No poseo, como Casandra, el don de la profecía, pero me temo que todo apunta a que aquellas prácticas pronto  serán estampas sepias de la historia. 

Vivimos tiempos confusos. Es desolador ver cómo todos los intentos de resistencia a la extinción de aquellos valores sean considerados por los fundamentalistas de la corrección política como merecedores de desprecio y olvido. Cercados por los acontecimientos, nos hemos convertido en mansos rehenes de una mediocridad política con insaciable celo administrativo por entorpecer su práctica ante la presión de emergentes concesiones al radicalismo animalista que poco motivo dejan para el optimismo. 

O mucho cambian las cosas o los que vivimos, practicamos y veneramos aquella caza útil y bien labrada desapareceremos con ella

Siempre es arriesgado hacer sociología especulativa, pero me temo que o mucho cambian las cosas o los que vivimos, practicamos y veneramos aquella caza útil y bien labrada desapareceremos con ella, pues la alternativa es la ‘nueva caza’ del sucedáneo, del artificio consumista sobre una fauna criada ad hoc para su fácil cosecha, lo que deja muy poco margen de defensa. 

La caza o vuelve a ser o no será, y con un campo social y político tan embarrado no es fácil que vuelva a correr la pelota. Se lee en la Biblia que Saúl y su criado visitaron a la vieja adivina Endor después que ésta predijera sus muertes. El episodio termina con la sencillez de lo sagrado: «… Y se perdieron en la noche».