Como veleta agitada por una bruja de verano así ha estado el tiempo en este febrero bisiesto. Empezó el mes con temperaturas primaverales que se reflejaban en un campo verde intenso salpicado de margaritas, arroyos generosos y yemas brotando en los árboles frutales. Algunos pensaban que el frío había decidido abandonarnos antes de lo pactado, guardaron sus chambergos y empezaron a lucir chaquetas y chalecos propios de otra estación. Pero no. En tierras charras, y más en la sierra, ya dice el refrán que ‘hasta el cuarenta de mayo no te quites el sayo‘. Y no sólo el sayo es lo que necesitamos los valientes que estuvimos apostados en la armada del Camino de Santiago, el 11 de febrero, cazando en la Dehesa de la Dueña.

La temporada montera daba sus últimos coletazos. Pocas citas me quedaban por delante para el disfrute de esta magnífica tradición tan nuestra. Tan española. La Dueña iba a ser la penúltima mancha a cazar y en ella tenía depositada mi confianza. Muchos años monteándola y aunque desigual en resultado, la suerte casi siempre es mi aliada en ese robledal cochinero. Y si no hay lance de por medio, lo que con seguridad no falta es la cálida acogida de la familia Grande Andrés y la compañía de buenos amigos.

¿No es este motivo suficiente para marcarla en mi calendario como jornada prioritaria?

La autora de estas líneas durante el rastreo del cochino. © Cristina Clemares

El invierno volvió con furia ese 11 de febrero. Se plantó y dijo: aquí estoy yo. Ataos los machos que el día promete. Y prometió. Su madrugada había hecho descender los termómetros bajo cero y las horas que venían por delante no iban a dar tregua a los aventureros, pertrechados con ropa de abrigo y agua, que nos disponíamos a cubrir la mancha tapando escapes y cortando las carreras huidizas de los guarros al cruzar las traviesas de la sierra.

El siete de la cuerda fue el puesto que mi mano sacó en el sorteo. No tenía claro cuál sería el resultado de dicha postura al final de la cacería, pero de lo que no tenía duda es que el frío allí arriba estaba asegurado. El valle que debíamos cruzar en los 4×4 para colocarnos, echó un pulso ganador a los vehículos obligándonos a abandonarlos. Trastos al hombro y a subir con alegría buscando la tablilla que indicara mi parada. Llegué al puesto resoplando. Mi sobrino y ahijado, Gonzalo, a punto de cumplir doce primaveras, decidió venirse conmigo y casi lo pierdo por el frío, por mucho que lo tapara con mi bufanda, guantes y manta, no era capaz de entrar en calor y los minutos que transcurrían se le convertían en horas sin oír las caracolas que indicaban el final.

Gonzalo abrigado al máximo, apoyado en la pared, aprovechando un rayo de sol perdido para calentarse. A su espalda se aprecia el fuerte robledal que puebla la sierra. © Cristina Clemares

Una que ya va peinando canas e intenta no tropezar en la misma piedra, iba ataviada con ropaje apropiado para lidiar con frío, viento, agua, granizo y nieve que fue el completo que sufrieron nuestros cuerpos mortales. Ya en el puesto acomodé, lo mejor que pude, al infante  para dejar libre cuanto antes mis sentidos y estar a lo que había ido ¡Qué absurdo hubiera sido abandonar el calor de la chimenea para no entregarme al máximo a la misión de esa mañana!

La suelta no tardó en producirse y con ella se oyeron los primeros tiros. La ilusión y la esperanza se incrementaron, esos disparos nos alertaban de que los cochinos estaban allí, al abrigo del monte, y camelados con el maíz sembrado días atrás.

Pocos minutos habían transcurrido cuando una ladra lejana iba acortando terreno acercándose al siete de la cuerda. Con el rifle bien atornillado a mis manos y lista para un encare rápido, la ladra perdió fuerza y se disipó la jauría, aún así no bajé la guardia porque todo indicaba que el cochino azuzado por los canes les había dado esquinazo con un parón oportuno o un quiebro torero y había logrado su despiste.

Mi corazón seguía agitado y mis ojos escudriñaban el robledal que tenía en frente. Cuando lo vi. Venía a su trote, el cochinero, orgulloso de su arte en el engaño y creyendo que el peligro había pasado. Nada más lejos de la realidad. Allí estaba yo, apuntándolo, pero sin poder apretar el gatillo porque la multitud de troncos que se entrometían entre los dos lo protegían como un escudo infranqueable. Pero se equivocó. Tuvo la osadía de pararse y en ese instante el plomo salió de mi rifle hacia el cuerpo del marrano destapado entre la espesura. Corrió. Me dejó perpleja ¿Lo había fallado? No podía ser, pero la duda no se resolvería hasta finalizada la montería. Y rumiando si era posible ese desliz se sucedían los minutos.

Cristina en el puesto con su sobrino. Se aprecia las inclemencias del tiempo que empañaban hasta la cámara. © Cristina Clemares

El tiempo se volvió, aunque parecía imposible, aún más desagradable. Empezó a granizar con fuerza y busqué cobijo junto a mi sobrino, no por mí, que me gusta encararme a la lluvia bajo mi sombrero de ala ancha y mi capote de amazona, sino por Gonzalo, para que el aire y el pedrisco no le robaran la afición que empieza a nacer por sus venas. Sujeté el paraguas para cortarle el viento y librarle del chaparrón que nos azotaba de medio lado. Bajo la lona del quitaguas mi oído se volvió sordo, solo escuchaba el caer de la piedra helada. En esas estaba, lidiando con las inclemencias del tiempo, cuando por el rabillo del ojo, a mi espalda, vi tres bultos que entraban a la mancha sin ser conscientes de la fiesta que allí se estaba celebrando. Lenta en movimientos solo pude realizar un disparo al último marrano de la procesión antes de que se pusiera en línea de tiro con mi puesto colindante. Patas arriba tenía que haber quedado, pero no fue así, aunque estaba segura que no había errado del todo. Tenía que pistearlo.

La montería finalizó para la mayoría de los allí convocados. Sin yo saberlo, en ese momento, nos esperaba casi una hora de rastreo detrás del último cochino del asalto. Y qué sesenta minutos de disfrute viendo la afición del teckel de mi hermana.

El primer lance que me había tenido en jaque de pensamiento toda la mañana, había sido exitoso desde el momento que se produjo. No distaban más de quince pasos del tiro donde se hallaba el guarro inerte. La vista joven y el buen hacer de Juan Martín-Aparicio, puesto seis de la cuerda, hizo que su búsqueda fuera corta. Ni tiempo le dio al perro a coger el rastro.

¡Vamos a por el segundo! Fui al lugar donde el proyectil debería haber atravesado las cerdas del puerco para adentrarse en sus carnes. No había sangre. Tampoco la vi en el portillo por el que se había introducido a la mancha, pero no me conformé con ello y al adentrarnos unos treinta metros, unas hojas salpicadas de un líquido viscoso sinónimo de herida y muerte confirmaban que el guarro iba pinchado.

Ese animal malherido sería la causa, y alegría, para ver cómo un cachorro de nueve meses, que no levanta más de diez pulgadas del suelo, sin adiestrar todavía, iba a rastrear como un auténtico veterano. No hay palabras para describir la satisfacción al ver cómo tu perro (lo tengo en ‘custodia compartida’) da una lección de olfato a otros semejantes, doctos en estos menesteres según sus dueños, atravesando una sierra con su hocico pegado al suelo sin más libro de aprendizaje que su instinto nato.

Dejamos a mi hermana María en el puesto con los rifles, macutos, tajos y demás ‘utensilios’ propios de un día invernizo y lluvioso, y la pandilla allí reunida, de cuatros individuos con coraje, nos embarcamos hacia el monte guiados por el perro. Mi cuñado iba de conductor, sujetando al pequeño animal que atado a su arnés tiraba como un caballo percherón en el arrastre. Nadie se adelantaba. Nadie manipula las pistas dejadas por el jabalí. Nadie profanaba el terreno.

Foto de Dumbo, el perro protagonista en una montería del mes de octubre. © Cristina Clemares

El perro con sus narices cosidas al campo nos iba adentrando en el laberinto de la sierra. No se equivocaba. Surcando veredas bajábamos hacia la falda, muchos metros recorrimos tras la sangre del cochino. Había momentos en los que a simple vista de los allí presentes el rastro se perdía, pero el can seguía brioso por el robledal prieto que nos envolvía y con la confianza depositada en su instinto continuábamos, comprobando a los pocos metros que la sangre volvía a aparecer en la alfombra de hojas que tapizaba el suelo.

Hubo un parón repentino. Un charco de sangre era la prueba de que el guarro se había echado a coger fuerzas. No me gustaba los aires que iba tomando el pisteo ¡con vigor renovado a saber los kilómetros que podía recorrer un bicho de semejante dureza! Para más inri la lluvia volvía a caer, dando paso a los pocos minutos a una nieve densa y limpia que lo ocultaba todo, los copos se deslizaban sobre el suelo sin obstáculo ninguno al estar los quejidos desnudos de sus hojas.

El perro miraba al cielo sorprendido ante el maná frio, suave y húmedo nunca visto en su corta vida, que cubría su pelaje de tierra siena ¿Sería capaz mi teckel de emprender su quehacer ante la adversidad? Lo fue. Con sabiduría y empuje retomamos la tarea. Los capotes que nos habían protegido de la lluvia se volvían blancos y se enganchaban en las bardas de roble que nos acosaban, las manos se quedaban frías, pero el gozo de lo que estábamos viviendo eliminaba cualquier molestia que se presentaba. No distaba ya más de doscientos metros para arribar en los cercados adehesados -donde pastan magníficas retintas marca de la casa- para que nuestra búsqueda finalizara. Y llegó la alegría envuelta en decepción. El perro se detuvo ante lo que claramente indicaba que allí había terminado sus días el cochino hostigado. Una piscina de sangre lo corroboraba y unas roderas partiendo de ella nos anunciaba que el guarro había sido cobrado y recogido.

Alegres por el buen hacer del perro que dejó bien claro que apunta maneras como rastreador; alegres por saber que no quedaba a merced de las alimañas el cuerpo del ingenuo marrano que tuvo la insensatez de meterse en una guerra a la que no estaba invitado; alegres por recorrer esa sierra, con la nieve patinando entre el monte y nosotros, en tan grata compañía y alegre yo por tener a mi ahijado a mi lado saboreando su primer pisteo. Y decepcionados todos – ¡cómo no íbamos a estarlo! – porque después de la raza mostrada por el cachorro no obtuvo la recompensa de morder las cerdas y carne de la presa perseguida.

Juan Martín- Aparicio y Gonzalo Clemares, con el perro al fondo agarrado por su dueño, al terminar de pistear. © Cristina Clemares

Pero… ¿Qué había pasado con el cochino? Pronto se despejó la incógnita: un perrero ya de vuelta con la rehala dio con él, su collera puntera lo agarró y él, ágil con el filo de su cuchillo, terminó el lance que yo inicié en la cuerda, en el puesto número siete, del Camino de Santiago. Lo cargó en un coche y la junta fue su destino.

Un navarejerito de unos 70 kg fue la pieza cobrada. Tabla de poca importancia, será la que adorne la pared de mi casa, para el extraño que la vea, pero para mí esos dientes envuelven un día inolvidable de caza.

Con los anfitriones, Gonzalo e Isabel. Miembros de la familia Clemares, Gonzalo, Alejandro y Cristina, indicando con los dedos los cochinos abatidos. © Cristina Clemares