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Fernando López Mirones – 23/2/2018 –

Cuando el director de esta revista me propuso escribir este aullido me dio libertad absoluta. No soy cazador, pero sí comparto monte y sierra con centenares de ellos mientras ejerzo mi trabajo como filmador. Cuando empecé a constatar que un sector de la población se volvía contra ustedes, no cabía en mi mayor asombro. Desde que, de niño, acompañé a mi padre a monterías, mi labor fue siempre de observador, anotador y después fotógrafo de cazadores. Viviendo con ellos, en los tacos y caminatas, se forjó mi vocación de biólogo. Nunca percibí en compañía de los cazadores más que amor por la naturaleza. Nadie sabe tanto de campo como alguien cuya vida es ganarle la partida a un animal salvaje en su propio terreno.

Ahora sigo asistiendo atónito a la lucha dialéctica en las redes y al odio bíblico que me proporcionan los que me consideran un traidor por tener criterio y no arrimar el ascua a la sardina que hace vender libros y documentales y te da popularidad en la televisión. La mayoría, por no decir todos los divulgadores, han cedido a la postverdad y la presión, temen a la gente. En privado os defienden, pero en público mantienen un silencio cobarde. Los tibios siempre fueron legión, se apuntan a caballo ganador. Cuando no pueden con los argumentos y los datos científicos, los engañados arremeten contra el mensajero. No me quejo, lo elegí yo, pero créanme que esta página de opinión me ha costado el ninguneo y el ataque: «A ese no, ese escribe en Jara y Sedal». Pero estoy orgulloso. No quería a esos compañeros en la vida, prefiero a los cazadores que he conocido.

Dicho esto, me atrevo a darles unos consejos para no caer en las trampas de los irredentos defensores de la virtud. El cazador debe dejar sus complejos y no esconderse. Aprender a mezclarse con otros grupos y a explicarles el amor que siente. Compartir su pasión y no entrar en provocaciones. No es bueno caer en la descalificación, eso los alimenta.

Suelen ser personas criadas de espaldas a religiones y éticas, porque ello no era progresista. Mamaron el odio a los jefes, a las autoridades y a las leyes. Si se peleaban con un profesor, sus padres los defendían siempre. Llegan a los 20 añitos y necesitan algo en lo que creer, sienten sus vidas vacías. De pronto, descubren una causa justa, unos malvados contra los que luchar, unas verdades ya estructuradas que no tienen que pensar y un montón de gente con la que integrarse. Ya son alguien, se radicalizan para subir en el escalafón y diseñan el tan buscado concepto: los otros. Los otros sois vosotros.

La causa es atractiva, se la venden en celofán y fácil de abrir. Nosotros somos los buenos, se dicen, defendemos a los cachorritos, ¡míralo!, ¿no es adorable?; mientras, los otros tienen armas, disparan y son malos. Esos otros se adaptan, por ende, a ciertos idearios políticos cuya estrategia propagandística es idéntica: ¡además son ricos, jefes, fachas…! Ante esto, el cazador se ve acosado en bodas, bautizos y comuniones por sus propios sobrinos, incluso hijos. Mi propuesta es sencilla, argumentar con paciencia, sin perder las formas, pero sin ceder tampoco. Mirad de soslayo a los indecisos, esos son vuestro objetivo. Si el defensor de la caza entra al trapo, pierde seguro. Los análisis serios son complicados de explicar, los cuentos infantiles no. Callarse es otorgar, esconderse no es una buena idea. Un mundo sin cazadores no es concebible. Un aullido.