El pasado viernes tuvo lugar un simposio en el Senado en el que antropólogos, filósofos, psicólogos, historiadores, juristas y ecólogos analizaron el problema que supone el animalismo para la situación actual. Hoy destacamos la intervención del filósofo Francis Wolff, quien aseguró que «el animalismo no es una radicalización de la protección animal, sino una animalización de la radicalidad».
4/4/2019 | Redacción JyS

Francis Wolff
Francis Wolff, durante su discurso en el Senado. / YouTube

El pasado viernes, 29 de marzo, tuvo lugar en el Senado español el Simposio «Los animales y los hombres», en el que participaron importantes personalidades de la cultura y la sociedad para analizar el fenómeno del animalismo desde diferentes puntos de vista –antropológico, filosófico, psicológico, jurídico, ecológico, histórico…–. Una de las primeras intervenciones fue la del prestigioso filósofo francés Francis Wolff -catedrático en la Escuela Normal Superior de la Universidad de París-, que dejó uno de los discursos más aplaudidos de toda la jornada.
Wolff participó en una mesa redonda en la que también estuvieron presentes François Zumbiehl -doctor en Antropología y escritor-, José Manuel Errasti -profesor de Psicología de la Universidad de Oviedo-, André Viard -presidente del Observatorio Nacional de las Culturas Taurinas de Francia-, Ángel Martín Vicente -profesor de Ecología de la Universidad de Sevilla-, Santiago David Domínguez Solera -doctor en Historia y Arqueología- y Carlos Ruiz Villasuso -periodista y escritor-.
El evento fue el simposio más importante que se ha realizado en nuestro país sobre el tema y la calidad de muchas de las ponencias fue tan elevada que, a lo largo de los próximos días, Jara y Sedal desgranará las intervenciones más destacadas. En primer lugar abordaremos la intervención de Francis Wolff, que pronunció una charla titulada: «El movimiento animalista : una utopía generosa y peligrosa».
Wolff dejó un gran número de titulares en su intervención. Aseguró que «el animalismo es una nueva utopía» y que, en ese contexto, «los animales son los nuevos proletarios del capitalismo». También subrayó que «la moda vegana no es un brote repentino de fiebre altruista» y recordó que «la ideología animalista no tiene nada que ver con la ecología». Pero sin duda una de las frases más lapidarias que pronunció fue la siguiente: «el animalismo no es una radicalización de la protección animal, sino una animalización de la radicalidad». A continuación reproducimos –tanto en vídeo como en texto– toda su intervención

Discurso íntegro de Francis Wolff sobre el animalismo

YouTube video

Aliviar el sufrimiento de los hombres y de los animales, ¿quién podría estar en contra de este ideal generoso? Sin embargo, la moda vegana no es un brote repentino de fiebre altruista. Las organizaciones humanitarias que se preocupan de la angustia de las personas sin hogar o de la acogida de los refugiados lo ven a diario. Es como si la obsesión por los animales hubiera eclipsado la preocupación humanitaria más básica. Lo “animalitario” parece haberlo engullido lo “humanitario”.
En una época de desastres provocados por la explotación alocada de la naturaleza, ¿no es hora de volver a respetar las formas de vida? La ideología animalista actual no tiene nada que ver con la ecología. El animalismo se refiere únicamente a los individuos capaces de sufrir; la ecología se refiere al equilibrio general entre las especies y no hace distinción entre seres vivos sensibles y no sensibles.
Para preservar ciertos equilibrios de los ecosistemas a veces es necesario luchar contra las especies nocivas, pero desde un punto de vista animalista, ninguna especie es nociva. La moda actual debe ser tomada como lo que es: una nueva utopía, y esta es la clave de su éxito por parte de una juventud urbana desorientada por la política. Si ésta reúne a tantos corazones generosos inspirados por un ideal altruista y un igualitarismo ilimitado, es porque anuncia un mundo sin depredación ni sufrimiento. En definitiva, un mundo sin maldad.
Sabemos hoy, después de los sueños del siglo XX, que este tipo de utopía es peligrosa. Esos movimientos radicales son herederos de ese sueño de liberación política de los siglos XIX y XX y, a la vez, son síntoma de su difuminación. Se habla de liberación animal como antaño se hablaba de liberación de ciertos pueblos o clases. Se habla de explotación animal como antaño se hablaba de explotación del hombre.
Para esta ideología animalista, los animales son los nuevos proletarios del capitalismo. En contrapartida, liberar a los animales sería como emancipar poco a poco a todos los esclavos, los colonizados, los dominados, los excluidos, los subalternos, los precarios, las mujeres, los homosexuales, los transexuales… El animalismo no es una radicalización de la protección animal, sino una animalización de la radicalidad por los teóricos de esta ideología.
El proceso de domesticación por el cual los hombres, hace ya 10.000 años, lograron modificar el comportamiento natural de ciertas especies para cohabitar con ellas y servirse de sus capacidades o sus productos no era más que una gigantesca empresa de dominación. Para ellas, nuestra civilización es una barbarie, pero pienso que la nueva civilización que ellos quieren sería esa misma: la barbarie.
El concepto de antiespecismo es absurdo: si el antiespecismo significa que no debemos tratar a todos los seres vivos sin diferenciar las especies, es la negación de cualquier modalidad. Es poner en el mismo plano a los hombres y a sus perros, y también a los perros y a sus pulgas.
También es absurda la noción de derecho de los animales. Los hombres tienen derechos porque son iguales; las especies animales no tienen derechos porque son desiguales, ya que hay depredadores y hay presas. Darle derechos al lobo es quitarle derechos al cordero y dárselos al cordero es quitárselos al lobo.
También es absurda la idea de abandonar 10.000 años de convivencia entre el hombre y el animal. Mil historias nos vinculan a los animales: a veces bellas y a veces trágicas. El cazador y su inteligencia común respecto a la caza; el pescador tranquilo y la inteligencia de su presa; el ganadero prudente y su amor a los animales; la unidad del jinete y su montura; el campesino despertando al canto del gallo…
Son mil historias también de lucha contra los animales dañinos que destruyen cosechas o rebaños; mil historias de doma, de amistad, de respeto, de admiración de combate que no se pueden reducir a esas dos patologías contemporáneas que son, de un lado la cosificación de ciertos animales de carnicería industrial y, por otro lado, la personificación absurda de ciertas mascotas. Esas mil historias son de nuestra civilización y abandonarlas sería bárbaro.
Pero eso no significa que no tengamos deberes hacia los animales siguiendo los principios simples que cualquier mente razonable debe admitir:

  • Los seres humanos son personas, forman una comunidad moral de iguales vinculados por derechos y deberes absolutos.
  • Las mascotas nos dan su presencia afectuosa, les debemos a cambio nuestra protección y afecto, por lo que abandonar a su perro cuando uno se va de vacaciones es romper el contrato moral implícito que teníamos con él.
  • Desde el Neolítico, los animales de cría nos han dado su leche, cuero, huevos o lana y, a cambio, le debemos refugio, protección contra depredadores y condiciones de vida adaptadas a las necesidades biológicas de su especie. Ese es el contrato de domesticación y no debemos romperlo convirtiendo a los animales en máquinas productoras.
  • Con respecto a todas las especies salvajes con las que no tenemos ninguna relación individual, tenemos obligaciones globales como defender la biodiversidad, garantizar la sostenibilidad de la vida humana.

Este es el contrato ecológico y una sociedad que cumpla estos principios sería mejor, más que la prometida por la utopía vegana, porque ésta, como todas las utopías, nace en el sueño del mañana que canta y se rebela como una pesadilla.
Queremos un mundo en el que la policía política prohíba el consumo de carne, pescado o marisco y donde los guardianes de la ideología vegana verifican que se cumpla la prohibición de uso de cueros o sedas; donde los inspectores del Ministerio comprobarán si todos los animales de producción o de compañía han sido esterilizados; donde tendremos que devolver a los animales salvajes todos los territorios que les hemos robado desde el Paleolítico. Eso podría ser un mundo feliz, pero no estoy seguro que sea el mundo en el que queremos vivir.