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Jesús Caballero – 22/08/2017 –

Decía Claude Bernard que cuando los resultados de unas pruebas son distintos a la teoría deben prevalecer los hechos. Valga la cita para recordar que la actividad cinegética legal beneficia a la fauna de la que se nutre, y no es teoría sino una evidencia contrastada en todo el planeta; esto explica por qué los espacios mejor conservados tienen un largo currículum como cotos de caza. Esto fue así hasta que el idealismo ecologista propusiera como alternativa un nuevo modelo reduccionista de gestión en un intento de limitar el impacto humano sobre espacios y especies. El mantra era razonable: si no se caza habrá más caza, una lógica del cardinal que fue aceptada como indiscutible por una ciudadanía urbana, desconectada de la naturaleza y sus paradojas. La sola hipótesis de que cazar animales sea un método eficaz de conservación enloquece al daltonismo más verde que insiste, a pesar de la evidencia, en que ésta es una hipótesis inaceptable por contradictio in terminis.

Pertenezco a un pueblo sabio en su modesta ruralidad, y lo es porque supo adaptar su sentido común a las circunstancias de su espacio y su tiempo. Aquí los indígenas educan a su prole en la universidad de los hechos y en la creencia de que las cosas deben cambiarse sólo cuando no funcionan; una estoica filosofía de páramo basada en la  memoria colectiva de una gente habituada a la sed y a la racanería de una tierra, donde la mera supervivencia era un lujo no siempre satisfecho.

La red de espacios protegidos que hoy comprime nuestro paisaje fueron los cotos de nuestros antepasados y llegaron a nosotros como ejemplos medioambientales, un criterio de aprovechamiento que mostraba su eficiencia año tras año; la nueva alternativa verde, nacida bajo teja, sigue pendiente de su confirmación al raso.

La caza tradicional tenía su prestigio en el más primitivo sistema de verificación que es la comprobación de una hipótesis, que no es otra que encontrar la relación de equilibrio entre el número de supervivientes, la carga de boca y el escaso potencial de renovación que da esta tierra. Superar en elegancia filosófica al sentido común sigue siendo la idea a batir. Los espacios protegidos han terminado por limitar las tradiciones de mi tribu hasta lo ridículo. Sin embargo, los prometidos beneficios de su gestión contemplativa cada vez son más discutidos por nuestro sanedrín.

Asumo que firmando esta nota caigo en la incorrección política, pero sospecho que añorar los cotos de nuestros patriarcas, como lo hacemos, es una muestra de que lo nuevo no funciona tan bien como nos lo vendieron. El problema de fallar en el diagnóstico es que implica errar en el tratamiento… y me temo que en esas estamos.