En el mes de febrero la perdiz es la reina absoluta. Su caza con reclamo es una de las modalidades más arraigadas en España y su catalogación como Bien de Interés Cultural en Andalucía supondría mayor grado de protección para la perdiz con reclamo frente a los ataques de determinados colectivos.

Si eres de esos apasionados que sueñan con el canto de su perdiz en uno de esos fríos amaneceres de invierno, seguro que disfrutas de los tres lances que te traemos a continuación. Tres historias de pájaros narradas en primera persona por tres cazadores apasionados de la perdiz con reclamo.

El afilaó

Por Juan Ocaña

Corría febrero del año 2011. Un amigo me comentó que había dejado un macho viudo y no era capaz de cazarlo. Andaba resabiado. Me dijo que si yo tenía un buen pájaro sería capaz de meterlo en plaza. Él había desistido ya. La tarde de antes fui a ver cómo se las gastaba el tío.

Era el rey de la Sierra de Cártama. A la mañana siguiente me fui un poco temprano para preparar el sitio, cambiándole por completo la plaza donde mi amigo ejecutó el lance abatiendo a la hembra. Le oía bastante lejos con un recital de pájaro autóctono que habita en nuestra Sierra de Cártama.

Decai, así es como se llamaba mi pájaro, con la sayuela puesta ya presentía que iba a haber un gran duelo, deseoso que lo desenfundara para decir aquí estoy yo. «Venacapacá», murmuraba dando de pie bajito. En cuanto le quité la sayuela no me dio tiempo de entrar en el puesto. Enseguida empezó Decai con sus piñoneos y cuchicheos, bajos y suaves, hasta que elevó el tono saliendo por alto.

El Afilaó enmudeció unos minutos hasta que arrancó a contestarle con tonos desafiantes y enfurecidos. Decai a lo suyo, suave y con mucho temple, alternando los cuchicheos, piñoneos y por alto.

De pronto se escuchó: pío, pío, pío… El campo enmudeció, pegó a unos 20 metros a su izquierda, se subió a una piedra y se afiló el pico más de 50 veces alternando con cuchicheos y piñoneos bajitos. Decai, más derecho que la varilla de un cohete, con su peculiar recibo de vela, como solía hacer, viendo que el Afilaó no se bajaba de la piedra, se tiró al culo de la jaula y empezó con su mejor recurso, el titeo. Ni diez segundos tardó en meterse en la plaza con el ala arrastrando y enmoñado.

Después de varios minutos sin parar de dar vueltas se paró de costado ¡y pum! Decai no cortó el tiro. Ni él ni yo cabíamos de satisfacción en nuestros respectivos puestos. Él terminó su faena como mandan los cánones, salió buscando de nuevo otro Afilaó. Hasta hoy, ni he encontrado más Afilaores… ni más Decai.

De morralero

Por Tomás Carmona

La tarde del 17 de febrero de 2023 salí a cazar de acompañante con mi padre y con mi reclamo Sorteo, pues tengo 12 años y aunque el reclamo que llevaba ese día es mío aún no tengo edad para cazar. Cuando llegamos la zona llamada Peñón de las Salinas no había estorbos ni reclamistas cerca. Coloqué el tanto, colgué mi reclamo y al quitarle la sayuela ya estaba cantando.

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Perdiz cantando. ©JDG

A los diez minutos escuchamos el campo, cada vez más, mientras Sorteo seguía haciéndolo muy bien. Al poco tiempo lo vimos acercarse. Era una collera. El macho estaba de pelea con Sorteo y se podía haber hecho una carambola, pero mi padre me dijo: «No, le tiramos al macho y después, si Sorteo logra meter, la pájara se le tira». Al cabo del rato se salieron de la plaza y la pájara intentaba llevarse a su macho, pero mi reclamo volvió a meterlo en la plaza.

Cuando ya estaba para tirarlo mi padre no dudó, ¡y Sorteo no cortó el tiro! Empezó con la pájara, que estaba dura para colar, pero mi pájaro tiene muchos recursos de engaño. Le gusta mucho titear a la pajarillas para que crean que hay comida buena junto a él. Ésta tampoco pudo resistir y coló a la plaza. La pájara estaba muy buena, con ganas, así que le tiramos. Sorteo tampoco cortó el tiro. Estaba haciéndolo muy bien cuando de repente ¡nos llega una collera!, pero ya teníamos el cupo hecho.

Al rato empezamos a toser para que se fueran mientras Sorteo no dejaba de cantar. Cuando salí del puesto empecé a chasquearle los dedos y hablarle. Después recogí la collera que fue capaz de arrebatar y me acerqué para enseñársela y picarle antes de taparle con la sayuela. Por el camino venía cantando, eufórico. Como mi padre. Y como yo. Inolvidable.


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Una gran lección

Por Antonio Perea

Primeros de febrero de 1974. Sábado. La noche había sido muy fría. Mi padre, Manolo el Barbero, y yo nos dirigimos una hora antes de venir el día andando desde el pueblo a dar el puesto de alba. Ahí, viniendo el día, empezaron a cantar las camperas. Se escuchaban pájaros por todos lados y los vuelos a la alborear con sus pios pios. Mi pájaro no dejaba de cantar por alto, con piñoneo y dando de pie. Una preciosidad.

De pronto mi pájaro bajó el tono de los cantes. «Está viendo los otros pájaros», pensé, y no me equivoqué. Desde la tronera veía un pequeño bando de perdices entre las que destacaba un macho, el que contestaba al mío.

Después de pocos minutos lo vi venir corriendo hasta el tanto. Yo temblaba como un principiante, pero recordé cuando iba con mi padre, que siendo veterano también se ponía nervioso. Cuando el pájaro llegó al tanto le dio varias vueltas y se fue a una piedra que estaba a la izquierda y sobresalía de la tierra una cuarta a más de un metro.

El campero, subido en la piedra, era un espectáculo. ¡Cómo se rifaba con mi pájaro pero de frente y con la pechuga hacia mí! Era un señor pájaro. Cuando le parecía se bajaba de la piedra, daba varias vueltas alrededor de mi pájaro sin parar y volvía a la piedra de pechuga.

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Macho de perdiz roja cantando. © JDG

Pasado un tiempo prudencial asomé el cañón de la escopeta por la tronera y apunté, pero se me vino a la cabeza lo que me decía mi padre: «Nunca se tira una perdiz en la plaza ni andando ni de pechuga». El pájaro se fue pero volvió a venir corriendo de nuevo a la plaza para comportarse igual que unos minutos antes, dando varias vueltas al tanto sin pararse, montándose en su piedra y de pechuga, siguiendo el ritual anterior. «Esta vez no se va», me juré.

Cuando estaban los dos de pelea apunté y disparé. «¡Dios mío, se me ha ido!», creí al escuchar piiioo. Me fijé en mi pájaro: no había cortado al tiro. Nos dirigimos hacia allí y bajamos una pequeña cañada. A unos 20 metros yacía la perdiz, un gran pájaro viejo. Aquel no sería un gran puesto, pero si una gran lección ya que aprendí lo que decía mi padre. Llevo cazando el reclamo casi 50 años y no he vuelto a tirar ningún pájaro de pechuga.

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