Por Antonio Castor

Creo que casi todos los aficionados podemos afirmar que la temporada de caza 2020-21 ha sido la más extraña de nuestra vida, por muchas canas que peinemos. Este año, aparte de nuestra fortuna y saber hacer tras las perdices (Alectoris rufa), se ha añadido una inesperada variante en nuestras jornadas: la arbitraria legislación durante la pandemia. Al fin, los de la mentalidad de la boina a rosca han visto sus sueños de toda la vida hechos realidad: que los ‘forasteros’ paguen el coto pero no cacen. Esto se ha traducido en cazar las perdices ellos solos gran parte de la temporada, que los de fuera no pudieran tirar legalmente más que conejos o incluso durante muchas semanas no pudiesen asomar por el pueblo siquiera. 

Yo, como cazador residente en una ciudad con un gran término municipal y con los cotos a tiro de piedra, prácticamente no he tenido problemas para ir en busca de las perdices; sin embargo, el que tiene la afición a prueba de muchos kilómetros, y para saciarla debe desplazarse más, encima ha sido castigado a pagar por ver cómo cazan los nativos. Tremenda injusticia que además ha tenido mala solución, puesto que los propietarios de cotos, salvo excepciones, no están por arrimar el hombro y devolver dinero ni aún las comunidades autónomas han devuelto el importe de los terrenos públicos. Ha sido para los cazadores un sálvese quien pueda; para los propietarios y Administración, un Santa Rita, Rita…

© Ángel Vidal

Cambios de costumbres

En los primeros compases, sin limitación de desplazamientos, nos encontramos con lo que ya habíamos podido constatar durante el verano: la perdiz había criado de categoría espoleada por una primavera espectacular. A pesar de que en unos meses clave muchos de nosotros no tuvimos salvoconducto para hacer control de predadores y mejorar el hábitat, donde casi no quedaban perdices se localizaron algunos bandos y donde había quedado madre se han visto muchos, como hacía años. Ellas, las perdices, han tenido la ventaja aparte de soportar menos jornadas de caza, pero también del miedo o la prudencia de muchos de nosotros para no contraer el virus.

He observado un cazador más individualista, en parejas máximo, y los aficionados para los que salir al campo es una excusa para el almuerzo y la francachela apenas se han calzado las botas. Esto se ha traducido en que en mi zona acaso se vieran manos de cazadores recorriendo la sierra, y en estos terrenos está demostrado que la única forma de meterlas en cintura y colgar unas cuantas es una buena línea organizada que abarque monte y las vaya conduciendo hacia delante. Todo lo demás es picotear aquí y allá causando muy pocas bajas y frustrando a todo aquel que no esté a prueba del desánimo y tenga las piernas de piedra.

Los fantasmones de la caza de siempre también se han dejado ver menos por los bares. No sé si esto es una consecuencia directa de la pandemia o se debe a la facilidad que brindan las redes sociales de colgar las fotos en grupos multitudinarios. Ahora tienen incomparablemente mayor audiencia y la gozan con las respuestas on line de los aduladores y con el silencio y críticas de los envidiosos. Además tampoco deben ser fotos frescas del día; si me apuras, tan siquiera han de ser suyas. La era de la tecnología se ha tornado una auténtica edad de oro para estos personajes tan típicos y tradicionales del mundillo. 

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© Shutterstock

Perdices fuertes, robustas… incautas

Aparte de esto, quien más y quien menos ha tenido contacto con algún positivo y ha debido perderse jornadas por cuarentena. En uno de los pueblos en los que cazo casi todos estuvieron muchos días o convalecientes o confinados. Es lo que tienen los salones sociales de los pueblos pequeños, que los chascarrillos y los virus corren como la pólvora. Lo peor es que no fue nadie de fuera quien trajo el bicho, sino que fue un autóctono el que bajó a recogerlo a la capital. ¡Con lo que les hubiese gustado a muchos que yo me sé poner una valla en la entrada con el rotulo de «Forastero go home»!».

Con todo esto, a final de temporada hemos encontrado unas perdices fuertes y robustas pero inusualmente incautas para estas fechas. El que en el mes de enero se me quedasen dos perdizotas amagadas en un ribazo con tan sólo un vuelo tras ellas… puede pasar, pero no es lo normal. Salieron cacareando como granjeras; parecían indignadas de que yo estuviese cazando con la situación sanitaria actual.

Les expliqué con la Benelli que había tomado todas las medidas pertinentes y me las colgué un poco incrédulo revisando pico, patas y plumas, pero el color casi granate y alas perfectas me confirmaron que no habían visto más mundo que aquellas lomas. Para hacer el lance si cabe más extraño un conejo en mis pies tuvo la santa paciencia de aguantar a que las examinase, colgase y tomase la escopeta del enebro antes de arrancarse trotón por mitad del sembrado. Cosas de la epidemia, digo yo.

Ya en el mes de diciembre, cuando nos levantaron el ‘arresto’ municipal, pudimos ir por vez primera a un coto que tenemos en otro término, disfrutando de una inusual apertura de veda con dos meses de retraso. Este primer día insólito me sirvió para constatar que a pesar de la inexperiencia que puedan tener delante de cazadores, el frío las despabila y no parecen pájaros de primer día. Colgué cinco porque había muchas, no porque fuesen pardillas y se aplastasen en cualquier lugar, no, a pesar de que con total seguridad la mayor parte de ellas no habían oído un tiro jamás; los bandos y también las perdices sueltas se levantaban muy por delante.

Los jabalíes también…

Creo que también puede influir en que estén un poco taquicárdicas el hecho de que con las restricciones no pudimos hacer el gancho a jabalí y zorro que solemos dar antes de abrirse la veda en octubre. Los marranos campan a sus anchas y en el  primer barranco que cruzamos al compañero se le arrancó un piarón que tronchaba monte como un buldócer. Él hacía aspavientos y gritaba desde lo alto, pero como no se quita la mascarilla ni en el monte porque es «de riesgo» no entendía un pijo de lo que decía. Yo salí corriendo a trompicones mientras intentaba meter un par de balas en la repetidora, pero es lo malo que tienen; en las de dos cañones se cambia munición en un verbo y en silencio, pero con esta es un enredo de adrenalina, cerrojazos y cartuchos.

Cuando llegué sin aliento a la orilla del barranco para intentar cortarlos me los veo todos en fila justo por donde yo estaba. Me llama al móvil el compañero: «¡Muchacho qué haces, si te he dicho que iban derechos pa ti!». Está claro que la mascarilla salva vidas, ¡al menos la de alguno de estos cabritos seguro! ¡Me cago en la Covid y en Wuhan!

Otro día subimos a la sierra, que es una especie de reserva natural para la perdiz porque no hay camino que llegue hasta arriba y el desnivel no es apto para todos los públicos. Son sitios que no solemos cazar más que un par de veces al año pues no subimos hasta que no ha llovido en condiciones, las majadas se han ‘enverdinado’ bien y los bandos son más fáciles de encontrar en los alrededores de éstas. Las perdices de aquí arriba no comen nunca cereal.

Hacen vida casi todo el año en lo alto y apenas ven gente; sin embargo son muy esquivas y en caso de duda siempre optan por levantar el vuelo. La explicación la encontramos en el primer vistazo al ‘majal’. Los jabalíes han hecho un perfecto trabajo de labranza y en vez de reverdecido parece que estuviese hecho el barbecho para la siembra. A las perdices no las dejan parar ni los predadores diurnos ni el turno de noche. 

La llamada de lo salvaje

Como era de esperar, en cuanto nos dejamos caer tras los bandos en el lado de la umbría los perros se pierden latiendo detrás de los guarros que ni siquiera llegamos a ver, pero sí a oler. Aun así sigue habiendo varios manojos de perdices que da encanto cazar por lo salvajes y por el entorno increíble desde el que uno divisa varias provincias distintas. Incluso algunos días el clima te regala un mar de nubes bellísimo sobre el que uno se siente poco menos que los ángeles. Da por soñar y recordar las historias que contaban los viejos de cuando en estos lares no existía el jabalí y el único límite a la percha lo ponían los cartuchos que te podías permitir.  

Cuando  veo estas cosas cada vez me convenzo más de que la perdiz, si no fuese por la caza, tendría los días contados. Donde no se mejora el hábitat con agua y comida, controlando predadores pequeños y teniendo al jabalí a raya, las patirrojas y otras presas se van agotando hasta llegar a poblaciones de no retorno. Y para demostrarlo no es necesario llegar al extremo de prohibir su caza.

Basta con dar una vuelta por los excelentes terrenos libres, que siempre los hubo y hoy están vedados sine die, y comprobar que la perdiz, lejos de aumentar su población, se encuentra casi extinta, o a lo sumo sigue habiendo los mismos bandos en los mismos lugares que siempre los hubo, sin colonizar otras zonas porque sólo consiguen sacar adelante polladas raquíticas, si es que lo logran. Claro está, si uno va a hacer recuentos de perdiz a estos terrenos con nula gestión o a cotos públicos donde nadie cuida la caza, la conclusión es que estamos tratando con una especie amenazada. De lo que no se dan cuenta, ni creo que tengan interés en entender, es de que la perdiz peligra precisamente donde no se caza.

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© Ángel Vidal

Esto no son teorías ni intentos de justificar nuestra actividad. Son hechos demostrables. En donde deben incidir si quieren de verdad conseguir que la perdiz y otras muchas especies vuelvan en la mayor parte de sitios a lo que fueron es en la prohibición de los usos agrícolas antivida y en el control de predadores que hoy día esquilman a las presas porque no tienen enemigos naturales ni nadie que limite su proliferación. Restringir cada vez más o prohibir incluso la caza de la perdiz sólo supone la sentencia de muerte para multitud de especies que se benefician de nuestra actividad. Si el cazador deja de inyectar dinero a nuestros campos y crear riqueza, ¿quién gastará su patrimonio en que el hábitat esté equilibrado y cada primavera pueda poblarse de vida? ¿El Estado? ¿Los ecologistas? Nadie.

La caza, esencial

Por supuesto que la caza, y en especial la de la perdiz, es una actividad esencial. Es esencial para el hábitat, es esencial para la supervivencia del medio rural, de multitud de negocios y empresas y es esencial para la propia perdiz. Sin embargo esto, que son hechos empíricos, a los legisladores, y mucho más a los actuales, se la trae al pairo. Su agenda política viene marcada por el apoyo de colectivos animalistas radicales que piden la cabeza de la caza en España, y esta es nuestra adorada perdiz roja. Ni siquiera tienen interés en oír la verdad. Su decisión está tomada y su objetivo no es otro. Más nos vale unirnos como nunca lo hemos estado porque el enemigo del campo y la caza nunca fue tan poderoso.