El corzo (Capreolus capreolus) es mi pasión absoluta, lo reconozco. No sé qué tiene pero su caza es altamente adictiva. Llevo buscando a esta especie en compañía de mi padre desde hace más de 20 años. Siembras, barbechos, encinares, barrancos y jarales, casi siempre localizados en las provincias de Guadalajara y Soria, han servido de escenario. En esta ocasión me desplacé hasta Ávila en busca de un auténtico corzo de sierra.

Después de años y años recorriendo los mismos querenciosos rincones, recibí la llamada de mi amigo Rodrigo, proponiéndome un rececho de mañana en la sierra de Ávila. Él se inició conmigo en esto del corzo y desde pequeños hemos cazado juntos. Es un tipo singular, serio, decidido y, aunque residente en la capital, presenta ese carácter peculiar de quien se ha criado entre encinas. La idea me sedujo desde el principio. Cazar junto a él siempre es buena noticia y ‘torear’ lejos de las plazas tradicionales, una oportunidad que no quería malgastar. 

Todo preparado

Entramos en el coto con un manto de estrellas sobre nuestras cabezas. La temperatura era francamente baja aunque sin llegar a escarchar. El lugar era precioso. Una zona baja de siembras entremezcladas con robles y jara que moría en una pared de piornos casi vertical. La noche anterior Rodrigo me comentó que los animales se movían ahora por las zonas bajas. Tanto él como los ganaderos de la zona los habían visto días atrás pero no tenían ningún macho controlado.

Dejamos el coche en la primera entrada posible y preparamos el equipo. Para esta ocasión me decidí por un Sauer 101 del calibre 7 mm. Rem. Mag. cargado con balas Norma Vulkan de 170 grains. Como visor, un Zeiss muy luminoso de 3-12×56. Mochila al hombro y vara en ristre comenzamos a caminar con las primeras luces. El plan era bordear las siembras con el aire de cara y hacer pequeñas asomadas desde las zonas más elevadas para tratar de localizar algún corzo.

Como fantasmas

Las dos primeras entradas no dieron resultado. No se veía un alma. Esta es una zona muy ganadera, repleta de alambres de espino para que las vacas no se pasen de una finca a otra. Esto hacía que en cada asomada hubiera que saltar una de estas vallas. Mi estado físico me impedía sortearlas con la pericia de Rodrigo, quien como una cabra, las burlaba de un brinco. Después de una hora sin movimiento, mi amigo habló: «Ojo, la siguiente praderita es buena.

Al llegar arriba, si no vemos nada, nos sentamos a esperar un rato». Coronamos y, con los prismáticos en ristre, escudriñamos los bordes de la siembra. Obtuvimos el mismo resultado, así que decidimos sentarnos. Al poco, se presentó una corza en el centro del prado. ¿Cómo no la vimos entrar? Todavía confusos, comenzamos a estudiarla. Era una hembra joven y delgada comiendo los brotes verdes, pero cada tres o cuatro bocados levantaba la cabeza y miraba hacia el monte. 

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Un grupo de corzas en el borde del monte con una siembra. © Carlos Vignau

¡Fuera de mi casa!

Estaba yo remirando con los prismáticos cuando noté un golpe en la rodilla. Rodrigo me avisaba de que otro ejemplar estaba saliendo al trote en dirección a la hembra. Era macho, pero demasiado pequeño. Tenía las seis puntas de rigor pero sin desarrollo y la altura del trofeo no superaba la de las orejas. Iba a paso ligero al encuentro de la corza, pero su actitud levantaba nuestras sospechas. No estaba tranquilo, como si supiera que allí no era bienvenido. Efectivamente, apareció otro ejemplar a la carrera con la intención de expulsar al intruso novel. 

Dos carreras de vértigo y el corcito se perdió entre los piornos, dejando ante nosotros al macho que, sin ser una monstruosidad, se trataba de un animal tirable. Su posición, siempre de culo y alejándose. Nos separaban 120 metros cuando inició una carrera lateral. Rodrigo emitió su silbido mágico y logró frenarlo en seco. Apreté el gatillo y, después de 30 metros de alocada huida, cayó desplomado con el corazón atravesado.

Rodrigo y Carlos con el corzo recién cobrado. © Carlos Vignau

Con la nevera llena de carne

Con el trabajo hecho llegamos hasta el coche para coger a mi perra, Teba, una teckel con más sangre que cabeza que, seguro, estaría deseando llenarse los bigotes de pelo. La pusimos en el rastro, aunque corto, suficiente para que pegara la nariz al suelo. El corzo era precioso. Seis puntas largas y una estructura simétrica y equilibrada. Lo limpiamos y sacamos con cuidado lomos, jamones y paletas y lo repartimos. Todo un manjar que supimos aprovechar de inmediato. El mejor de los finales para mi primera toma de contacto con los corzos abulenses.

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La carne de corzo es un manjar que el cazador debe aprovechar siempre. © Carlos Vignau