Ernesto Sábato, citando a Nietzsche, recuerda que hay cosas que parecen progresistas cuando en realidad son reaccionarias y viceversa. Un ejemplo paradigmático es la caza, que, desvinculada ya de nuestra supervivencia, puede parecer una actividad anacrónica, cruel y prescindible al no iniciado. El mismo que paradójicamente considera progreso hacinarse en ciudades sobredimensionadas, vivir enclaustrado entre paredes respirando una atmósfera tóxica, un ‘avance’ que priva a sus hijos de ver el horizonte o el libre vuelo de las aves. 

La modernidad occidental, con este criterio, es un vivero de seres alienados al ser privados del entorno natural en el que evolucionaron. De este modo, algo tan aparentemente retrógrado como disfrutar de un coto de caza o tener modestos intereses agrícolas o ganaderos –«bienes posicionales»– se convierte en centro emisor de sensaciones benéficas imprescindibles para un correcto equilibrio mental y físico. Es este innato sentimiento de conexión con la naturaleza del que emana el júbilo primordial por el mero hecho de estar vivos y reconocernos miembros supervivientes de la antigua comunidad humana. 

Esta idea es la que desarrolló el biólogo americano E. O. Wilson en su reconocida obra Biophilia (1984). Una década antes, en 1974, cuando Miguel Delibes perdió a su esposa –«la mejor mitad de mí», como la definió–, sumido en el desconcierto de su pérdida irreparable reconoció sentir su mayor consuelo en el campo, en los abiertos espacios cuyo efecto balsámico hoy reconoce la comunidad científica. Por eso los modernos hospitales incorporan ya espacios naturales –jardines, fuentes, estanques…– como elementos contrastados en la recuperación de sus enfermos.

La biofilia reproduce pues el mito bíblico del hijo pródigo, entendiendo que la vuelta a nuestros orígenes es siempre saludable. Así las cosas, dichoso aquel que acierta a conservar las raíces con su tierra. Beatus ille, escribió Horacio, hace 2.000 años. Afortunados vosotros cazadores que tenéis el privilegio de aspirar aún al mito de la felicidad renacentista: beatus ille, locus ameonus, carpe diem, tempus fugit. Esto es: alejarse de la ciudad, buscar un lugar agradable y aprovechar el día, porque el tiempo, amigos… vuela. Nos vemos lejos de las tejas.