Por Ricardo F. Jiménez

«Es el jabalí de toda una vida». Lo dice Antonio Cabrera, el afortunado cazador de Totana (Murcia) que el pasado martes, 20 de julio, logró abatir un suido con unas espectaculares amoladeras que prácticamente completan una circunferencia perfecta.

Viniendo de Antonio, la afirmación solo adquiere su significado completo si se tiene en cuenta que lleva más de 35 años haciendo aguardos, que ha abatido cientos de guarros -33 de ellos con unos trofeos mucho más que dignos de mención y varias de ellas merecedoras de una medalla de oro- y que acumula anécdotas, experiencias y vivencias suficientes para completar unos cuantos tratados sobre esa modalidad cinegética. «Pero no cambio este jabalí y estas amoladeras por ninguno de los otros que he cazado», sentencia.

Así fue, paso a paso, el emocionante aguardo

Ese martes -que ya nunca se borrará de su memoria- había quedado, como tantas otras veces, con su amigo y socio de correrías Domingo Muñoz y decidieron acercarse hasta unos parrales situados en el paraje de Calzona, sabedores de que eran de los pocos en los que las uvas ya estaban maduras y que eso se traducía en la entrada de piaras de guarros que estaban causando daños importantes en la cosecha. Se situaron en un flanco del cultivo con la caída de las primeras sombras y durante casi un par de horas no vieron ni escucharon absolutamente nada. Hasta que a las doce menos cuarto, Domingo, con su finísimo oído, escuchó crujir una hoja de parra a sus espaldas, en la salida de la rambla de Doña Antonia. Miró fijamente a Antonio y con su índice señaló por detrás de él. Esa noche, Domingo, con menos lances a sus espaldas, era el designado en un primer momento para efectuar el disparo que acabara con algún suido, pero el animal fue el que, sin saberlo, designó a aquél con el que se jugaría su vida.  

El jabalí entró en los parrales por el flanco que cubría Antonio, de forma que el disparo se hacía imposible para Domingo. Con la escasa luz de la luna llena que se filtraba entre las parras vieron al animal ventear el aire antes de aventurarse a buscar las inigualables uvas que se crían en este municipio murciano. Y por fin lo hizo. Cinco segundos después estaba muerto. Antonio, adiestrado en los complicadísimos lances que implican efectuar un disparo entre los exiguos huecos que dejan los troncos de las parras, ya esperaba al suido con su Browning perfectamente encarado y apenas necesitó de un segundo de luz de su linterna para accionar el gatillo.

El viejo animal llegó a arrancarse en pos de una vida que se le negaba, pero ya era muy tarde. Para cuando todo su cuerpo se había tensado, la bala ya había penetrado diestramente en su codillo. Ya muerto corrió cinco metros e impactó contra una viga metálica que hizo temblar toda la estructura del parral. Antonio se acercó entonces de manera cautelosa y, al ver al animal bajo el foco de la linterna, no pudo evitar un grito: «¡Domingo!». Su socio dio un respingó: «¿Es que está vivo?». «¡No, pero mira qué monstruo!», fue la respuesta que recibió. Ambos fueron entonces conscientes de que habían vivido el que seguramente será el lance cinegético de sus vidas.

Los dos cazadores con el jabalí. © R. F.

El jabalí, de unos 80 kilos, feo de pelaje y con unas pezuñas más bien pequeñas, no era nada extraordinario para quienes han abatido decenas de estos esquivos suidos. Lo que lo convertía en su animal único era su edad, que sin duda superaba ampliamente la docena de años, y sobre todo su boca, con unos colmillos de tremenda anchura y unas amoladeras que se cerraban sobre sí mismas hasta hundirse en la piel y en el hueso de la mandíbula superior. Algo muy excepcional en un animal criado en completa libertad, que nació salvaje y murió salvaje.

Unas amoladeras de 21 centímetros de circunferencia. Al día siguiente, tras hacerse las fotos que inmortalizarán el lance, Antonio procedió con gran cuidado a extraerle los colmillos y las amoladeras, que eran todavía más bellas de lo que había intuido. Después de hundirse en la carne y hasta la misma mandíbula, se cerraban sobre sí mismas hasta completar una circunferencia casi perfecta, cuyo contorno alcanzaba los 21 centímetros. 

Las amoladeras del animal. © R. F.

El equipo utilizado. Para completar su relato, y casi a modo de chanza, el experto cazador añade que abatió al guarro con unas balas muy viejas de 7 mm que le había regalado un conocido, ya retirado de la caza. Le dijo: «Toma, que ya no las uso. Para que les tires a las zorras». Tan viejas eran y tan mal aspecto tenían que Antonio llegó a preguntarse por un instante si realmente cumplirían su función. Y vaya si lo hicieron. El destino había elegido para el jabalí un proyectil a la altura de su existencia.