Jesús Caballero – 5/12/2017 –
Los psicoanalistas señalan la infancia como el periodo en el cual el ser humano labra sus filias y fobias, el momento en el que se trazan las líneas maestras en el lienzo de la vida, eso que los anglosajones llaman imprinting, una huella que marcará el resto de nuestra existencia. En definitiva, y es la razón de esta nota, me atrevería a asegurar que una mayoría de los que ahora leéis estas líneas tuvimos/tuvisteis parecidos estímulos que hoy nos hacen compartir una filia por lo natural y, con ello, un peculiar modo de relacionarnos con el entorno. Una infancia rural explicaría, así, la tendencia a un comportamiento recolector como consecuencia de ese troquelado –escuelas conductistas (behaviorismo)–.
Algunos tuvimos la suerte de crecer en una cultura recolectora, una cultura cuyos valores sobrepasan a la moda y a la que antes o después –historia dixit– el hombre tendrá que volver su mirada. Alguna vez me referí genéricamente a esa influencia como morralerismo, pues era ese archiperre, el morral, el símbolo que nos vinculaba con la vida adulta en un proceso iniciático a la sensibilidad campesina que nos ha ligado de modo singular al paisaje materno y al paisanaje paterno. Valores como jerarquía, tolerancia, disciplina, cooperación, solidaridad, compañerismo, reparto igualitario, compasión… formaban parte de la convivencia de aquellas pequeñas comunidades humanas que eran las cuadrillas de caza. Allí aprendí que un trabajo bien hecho podía no tener recompensa y que eso no debía implicar frustración sino mejora para el nuevo intento, o que el trabajo colectivo, con disciplina, da mejores resultados que el individual. La caza era una magnífica escuela para la vida y a su dura filosofía acudo aún en busca de las soluciones más simples y naturales a mis problemas cotidianos.
Desgraciadamente, la actividad cinegética lleva tiempo en el punto de mira y, con ello, la crítica al modo de vida en el que crecimos. Hordas vertebradas en la estrategia y patológicamente ideologizadas nos acosan con modales de dueños de plantación. Su discurso, hueco y envilecido, ha terminado transformado en una causa general no ya contra la caza, sino contra esa forma tradicional de relación con el entorno que es nuestra vida rural.
Han elegido bien el campo de batalla, y camuflados en la impunidad de las redes nos escupen reiterados mensajes de odio e ignominias. Cuesta creer que un colectivo que presume de ser la avant-garde de la evolución humana no tenga una moralidad y comportamiento acorde a su pretendida sensibilidad. El odio como referente, el insulto como única dialéctica, la feroz manipulación de los hechos y una impasible crueldad, incluso con los muertos, ha terminado por indignar a todo el pacífico colectivo rural. Hay muchos tipos de bajezas, pero esa de vituperar a nuestros muertos quizá lo explica todo.
No quieren acabar con la caza, ésta es sólo un símbolo, quieren acabar con todo aquello que no les sea mayoritariamente afín en lo político. ¿Es sólo esa moral, ampliada al animal, la que los aconseja? ¿O es un odio feroz a un modo de vida que se resiste a sus políticas igualitaristas?
Estos discursos feroces son un calculado ataque a la feliz convivencia de un grupo humano que encontró en los recursos naturales su modo de vida, una agresión que exige una respuesta serena, colegiada y basada en Derecho y donde es vital que participen todos los colectivos con intereses campesinos. Sería un error aceptar su guerrilla de estiércol. Es lo que desean, se encuentran cómodos en su cieno ideológico, pero no es ahí el lugar de esta batalla. Pragmatismo, ley y razón. ¡Nos vemos en los juzgados! Y recuerden, a la hora de votar, lo que proponen las opciones políticas al respecto.
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