El padre del materialismo cultural, el antropólogo Marvin Harris, definió cultura como la forma de «sentir, pensar y actuar» de un determinado grupo humano. La eficacia en el aprovechamiento de los recursos naturales de nuestros antepasados fue prioridad en su modo de sentir, pensar y actuar, una forma de vida, hoy amenazada, que es motivo de esta nota: la cultura rural.
La caza, la pesca y la búsqueda y recolección de vegetales comestibles o transformables fueron actividades comunes en las pretéritas generaciones rurales. Su praxis desbordaba la anécdota por alcanzar el conjunto de conocimientos propios que definen toda cultura verdadera.
Asistimos con estupor al hecho de cómo en una sola generación los valores de aquella vida serena, pacífica, ligada al paisaje materno beatus ille, se ha desvanecido de forma incomprensible.
Con la modernidad llegaron a los pueblos ofertas de una vida urbana, promesas de un bienestar alejado de la «madre nutricia» –que diría Paco León–. Se inició entonces ese goteo migratorio que en una sola generación ha desangrado aldeas y pueblos, transformados hoy en colectivos residuales, dispersos, envejecidos pero, sobre todo, indefensos ante su incierto futuro. Es la España vacía.
Asistimos con estupor al hecho de cómo en una sola generación los valores de aquella vida serena, pacífica, ligada al paisaje materno beatus ille, se ha desvanecido de forma incomprensible. Aquella noble y modesta cultura se ha convertido, inexplicablemente, en un modelo de vida moralmente sospechosa.
La caza, la pesca, la equitación, la ganadería, en definitiva, toda actividad donde exista un control y dominancia del hombre con su entorno es para algunos un peligroso modelo social por «no igualitario» y, por tanto, a combatir. De «casposa» llegó a calificarla un ministro cegado por ese pensamiento único que constituye la corrección política.
Un hombre de provecho en la ruralidad de mi infancia practicaba estos actos recolectores con la naturalidad propia de su cultura. La caza era considerada actividad de prestigio, y sus aventajados, admirados por la comunidad local. Volver al pueblo con una variada percha de fauna menor era la forma más práctica relajante y provechosa de entretener los ratos de ocio.
Aquel modo de vida sencillo, práctico y humilde, decía, se considera hoy un estigma, una forma de minusvalía social.
El recuerdo de aquellos bares saturados de cazadores, humo, vino barato y fútbol comunitario despertará en muchos de vosotros nostalgias rurales, vigentes aún, de una cercana historia que tuvimos el privilegio de vivir.
Aquel modo de vida sencillo, práctico y humilde, decía, se considera hoy un estigma, una forma de minusvalía social. Las actividades rurales no conjugan con esa empalagosa melaza posmoderna y urbana que señala con desprecio el uso tradicional y sostenible que de sus espacios y especies hicieron nuestros antepasados.
La paradoja es que sea ahora, en pleno relativismo cultural, cuando se pregonan vientos de tolerancia, de reconocimiento y respeto para todas las minorías, ahora que los nacionalismos hacen exaltación de su singularidad y lo autóctono se eleva por encima de lo común, se señale al ruralismo como epicentro de un problema que tiene como base el ridículo delirio de considerar a la naturaleza un ens perfectum, inmaculado e intocable.
Supura esta militancia bilis de odio ideológico, enfrentando su ingenua filosofía a un modo de vida ético y sostenible que la historia demostró ser un instrumento esencial para traernos hasta aquí. No todo está aún perdido. Quien ataca a una cultura ataca a un gremio, el mismo que empieza a organizarse frente al abuso. Atentos.