Por Rafael Gamarra

Como todos los años, nada más arrancar el verano planifico la berrea del ciervo macho con mis buenos amigos Dani y Peio. Este año cazamos entre el 26 y el 30 de septiembre en el parque natural del Alto Tajo. Las tres primeros mañanas he conseguido jugar varios lances: uno a 120 metros de un bonito venado, imposible para la flecha; a otro, joven, lo he indultado cuando estaba a 20 metros; en el tercero, me he quedado a 42 metros de un bonito ejemplar, pero no he tenido opción de abrir el arco. Las tardes las dejo para recechar con el rifle, ya que me acompaña mi hijo de seis años. Es una privilegio compartir afición con él, ver su excitación al oír el estremecedor berrido de los ciervos. Por desgracia, este año el calor complicó demasiado el asunto.

Última oportunidad de caza

A las 06:00 horas estamos entrando con el todoterreno en la zona de caza. Le digo a Peio que pare para comprobar si están berreando y nada más poner un pie en el suelo me sobrecoge un bramido fuerte, ronco y continuo en el monte que se extiende frente a nosotros. Decido bajar allí, me calzo los escarpines para no hacer ruido y, esta vez, decido llevar mi rifle. Comienzo la entrada, dejo que brame y aprovecho para ganarle metros descendiendo la suave ladera del valle. Camino despacio entre las sombras de la luna. El suelo está muy seco. Evito pisar ramas o piñas que puedan delatar mi presencia. Pronto estoy cerca del animal. Puedo escuchar cómo rompe ramas marcando su territorio. Va careando hacia mi izquierda y sus bramidos se alejan. Con los prismáticos escudriño los claros por si estuviera amagado. Amanece y el monte calla. Decido reclamar y contesta, aunque está lejos. Debo darme prisa si quiero tener opciones.

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El Alto Tajo es realmente exigente: grandes desniveles, barrancos y un tiempo muy cambiante. © Rafael Gamarra

¡Te pillé!

Llego al final del valle y en el aire flota el característico olor a venado, pero todo está en silencio. Berreo de nuevo. Sin respuesta. Intuyo dónde ha podido ir y encamino mis pasos hacia un barranco cercano. Me asomo con los prismáticos. Ni rastro. Decido intentarlo de nuevo. Lanzo mi llamada y, para mi sorpresa, a media ladera escucho de nuevo el fuerte y ronco bramido. Trato de localizarle en vano, así que me desplazo hacia la derecha con el fin de tener una mejor vista a esa cara del barranco. Lo hago alejado del borde para evitar que pueda ver mi figura recortada. Berreo de nuevo, con suavidad, y entre una sabina y arbusto seco creo intuir una cuerna.

Con los prismáticos puedo ver sus puntas asomar entre la ramas. La adrenalina se dispara. Me tumbo y coloco el bípode, pero no tengo una buena posición de tiro: la inclinación es muy grande. El telémetro marca 120 metros, y el animal sigue berreando con el pecho cubierto por las ramas. Al sentarme para apoyar el rifle en la rodilla hago rodar una piedra suelta. Alarmado, dirige su mirada hacia mi posición. Rápidamente me reclino hacia atrás confiando en que el camuflaje haga su trabajo y rompa mi silueta en lo alto del barranco. El ciervo se queda en el arbusto y amenaza con tumbarse al sol, pero finalmente se levanta y comienza a alejarse entre las sabinas. Busco un claro donde poder disparar. No lo encuentro. 

Punto y final a la berrea

A la desesperada, vuelvo a reclamar. Se gira y regresa para berrear con mas fuerza y lucir, orgulloso, su pecho. Le tengo en el visor. Su última brama queda silenciada por el disparo. Cae en el sitio al tiempo que cinco hembras huyen a la carrera. Ahora entiendo por qué había vuelto a levantarse: quien manda, manda. Recargo y continuo apuntando. La dureza de estos animales es sorprendente, pero el tiro ha sido mortal. El desenlace es cuestión de segundos. Bajo el barranco mientras visualizo el lance en mi mente, su último bramido con el amanecer de fondo antes de caer al suelo. Al llegar a él me invade la sensación agridulce de haber ganado la partida a tan digno adversario y lo que ello implica. Marco la posición donde yace y regreso al lugar acordado con mis compañeros de caza. Cuando llegan mi sonrisa les anticipa que algo ha pasado. Dani también ha tenido suerte, me cuenta. Decidimos ir primero a por mi venado. Al llegar, ambos se quedan sorprendidos por su tamaño, su longitud, sus luchaderas, las puntas de sus palmas… Colocamos el animal para las fotos de rigor y es cuando apreciamos de verdad su envergadura. Después nos ponemos manos a la obra con la carne y regresamos al coche portando un precioso trofeo. 

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El autor comenzando el desuello del ciervo recién abatido. © Rafael Gamarra.

Un año más, la berrea me ha colmado de emociones, de momentos de caza únicos, de lances de los que aprender. Uno de ellos permanecerá en mi mente por siempre. Un lance que además pude compartir con mis grandes amigos y familia. ¡Qué más puedo pedir! Ya sueño con el próximo celo… ¡qué larga espera!.