Puede leerse en el Parménides de Platón: «Llegará un tiempo en el que la filosofía no despreciará las cosas más humildes». Quizás porque la caza fue siempre entendida como res parva para los grandes del pensamiento nunca despertó demasiado interés entre ellos salvo dos sobresalientes excepciones nacionales. De una parte, el ensayo que Ortega y Gasset publicó en 1942 en forma de prólogo al libro Veinte años de caza mayor del conde de Yebes, modelo durante 80 años de discurso «apodíctico y paranético», es decir, indiscutiblemente verdadero e inductor a una moralidad de comportamiento. Y de otra, la obra Los dioses olvidados (1993) de D. Alfonso Fernández Tresguerres, que desde los materiales y método del materialismo filosófico (MAF) entra en clara dialéctica con las tesis orteguianas.

Dentro de pocas semanas verá la luz una nueva tesis filosófica que bajo el titulo ¡Yo cazador! intentará hacerse un hueco dialéctico entre las referidas. Esta nota es un avance resumido y espero inteligible de una nueva propuesta. Tomen el intento cum grano salis. Utilizaremos en este análisis los materiales y método del materialismo filosófico (MAF), una escuela que entiende la filosofía como un saber de segundo grado, es decir construye sus ideas filosóficas a partir de los conceptos segregados por las ciencias positivas. Serán pues las ciencias desde sus cierres categoriales las que nos guíen en este viaje. 

Cazador por el campo. © Ángel Vidal
Cazador por el campo. © Ángel Vidal

Caza y religiones

Antes de partir necesitaremos un cuaderno de bitácora que explique unos mínimos principios de navegación. Conceptos como el de espacio antropológico o una teoría de la religión son esenciales, sin los cuales no podríamos dar un solo paso. El espacio antropológico se define como aquel donde todas las actividades humanas pueden ser clasificadas, quedando delimitado por tres ejes simbólicos. Un eje circular donde se establecen las relaciones del hombre con el hombre, un eje radial donde se enmarcan las relaciones del hombre con la naturaleza y por último un eje angular donde registrar aquellos fenómenos que vinculan al ser humano con su exclusivo mundo mágico/religioso. Por otra parte, el materialismo filosófico entiende el fenómeno religioso como un proceso evolutivo que se inicia a finales del Paleolítico superior.

Desde una perspectiva materialista, el núcleo de la esencia religiosa se corresponde con sujetos corpóreos reales, como lo fueron los animales de la época –tigre de dientes de sable, mamuts, bisontes, osos de las cavernas…–, biologías coetáneas extraordinarias a las que nuestros ancestros estaban vinculados de manera numinosa, es decir, respetaban, temían y veneraban otorgándoles rango de divinidades cotidianas que representaban en las bóvedas de las cavernas, no como manifestación artística sino como una forma incipiente de expresión religiosa. Son las religiones primarias. 

Pinturas rupestres.

En el Neolítico, la aparición de la agricultura y sobre todo de la ganadería hace que la caza pierda importancia como recurso y con ello comienzan a declinar la numinosidad de la fauna silvestre. Los animales representados en las cavernas se proyectan entonces en la bóveda celeste heredando las constelaciones del zodiaco sus misterios –Tauro, Leo, Aries…–. Son las religiones secundarias, propias de civilizaciones como la caldea y la egipcia, las mesopotámicas… Los dioses entonces empiezan a ser representados con formas antropomorfas, aunque conservan aún restos zoonuminosos en sus cabezas –Ra, cabeza de halcón; Anubis, zorro; Sobek, cocodrilo…–.

El eje angular sigue así su evolución hasta que en Atenas, Aristóteles, considerado padre de la teología natural, mantuvo la tesis de que el mundo era eterno, lo que obligaba a la existencia de un motor ajeno a él que lo moviera, un perpetuum mobile, o acto puro, que será en adelante el dios de los filósofos de las religiones terciarias –judía, cristiana e islámica–. Este motor perpetuo lo identificarán estas religiones de los libros –Torá, Biblia y Corán– con sus respectivos dioses –Yhavé, Cristo y Alá–. 

El hombre como un predador más

Sentadas estas bases recordaremos que los homínidos compartieron durante millones de años un núcleo genérico con otros predadores. Con el lobo por ejemplo, compartimos durante miles de años una caza radial, es decir, tanto ellos como nuestros ancestros veían en sus presas un depósito de proteínas. Ambos eran cazadores sociales, vivían en manadas jerarquizadas, cuidaban de sus crías y compartían socialmente el botín de sus cacerías.

Hasta el Paleolítico superior el hombre es esencia animal, pero la aportación continuada de nutrientes de alto valor biológico, durante milenios, produjeron un acortamiento del tracto digestivo, liberando un potencial biológico que permitió un singular desarrollo encefálico que sería a la larga soporte de nuestras singularidades específicas –pensamiento abstracto, simbolismo, sentido de trascendencia, lenguaje articulado…– que conformarían, como avanzamos, el eje angular, exclusivo y específico de nuestro espacio antropológico que nos distinguirá para siempre del resto de biologías terrestres. Nuestra esencia animal empezó así a sufrir originales manifestaciones difluyentes que, como hemos visto, explicarán las primeras manifestaciones mágico-religiosas simbolizadas en las pinturas rupestres.

Desde la perspectiva del MAF, la masa crítica de conocimientos del Neolítico suponen transformaciones en parte existentes (regresus) y otras surgidas del nuevo entorno cultural y evolutivo que darán lugar una anamorfisis en el homo sapiens –nuevas formas– que explican el desbordamiento de las propiedades del género animal –metábasis– en un salto metagenérico –fuera del género– que nos diferenciará para siempre del resto de las zoologías. El hombre, sólo él, es un animal religioso y por tanto disfruta en exclusiva de una triple y privilegiada perspectiva, pudiendo cazar para comer –eje radial–, cazar como ceremonial religioso –eje angular– o hacerlo como mera manifestación lúdica social, recreativa o deportiva –eje circular–.

Imagen de un cazador al atardecer. ©Shutterstock
Imagen de un cazador al atardecer. ©Shutterstock

Revisando la tesis de Ortega

Esta propuesta implica una crítica radical a la tesis de Ortega, pues desde la plataforma intragenérica que el sabio madrileño maneja es imposible explicar la singularidad de la caza humana. Para Ortega la caza son «vacaciones de humanidad», cayendo en un claro lisologismo –simplificación– donde la singularidad de nuestra especie queda disuelta en un género común. Esto es, Ortega ‘mata’ a la especie por el género, su plataforma de una animalidad fija, obliga al hombre cazador a animalizarse cuando, en realidad, puede explicarse desde una nueva y original singularidad evolutiva que es la humana.

Ortega entiende la caza como un fenómeno y no como un proceso; por eso no acertará explicando una mismidad que es cambiante y singular como lo es el espacio antropológico de cada cazador, tallado en su cultura y modelado por sus circunstancias contingentes. Expondremos ahora cuatro nuevos conceptos que nos permitirán seguir progresando: la caza en los animales, la caza en el hombre, conato o intento de caza y caza consumada.

Caza animal

Es aquella actividad natural de totalidad distributiva y teleología nutricia por la cual un ser vivo, generalmente un animal, somete a otro por la fuerza, lo mata y devora, siendo este proceso esencial en el mantenimiento de los sistemas biocenóticos. Decimos que es una actividad porque lo es el pulso dialéctico entre dos o más animales ante la prosaica dialéctica de comer o ser comido.

Es natural porque se produce en la naturaleza y se explica por sus leyes, sin intervención humana. Es evolutiva porque se adapta gradualmente a las circunstancias de su biotopo, y es de totalidad distributiva, pues la propiedad cazadora es la totalidad de referencia distribuida por el planeta con la singularidad de cada especie. Es decir, no caza igual ni lo mismo una cobra real, un oso polar o una mantis religiosa aunque todas reproducen una misma totalidad, es decir, todas necesitan para mantenerse vivas, matar y comer otros animales utilizándolos como fuente de energía.

De modo que en la naturaleza la teleología –es decir, el único sentido– de la caza es alimentar a su cazador, su grupo o sus crías. Esta caza natural es esencial en el mantenimiento de los sistemas biocenóticos sin la cual estos colapsarían. Así las cosas, la transferencia de energía entre los seres vivos por vía digestiva, través de la caza es el verdadero perpetuum mobile que mantiene la vida en este planeta.

gato montés
Gato montés tras cazar una liebre © Shutterstock

¿Siempre que un animal mata a otro lo ha cazado?

Cabría preguntarse si siempre que un animal mata a otro éste fue cazado, y la respuesta es no. Por ejemplo, en una disputa por el liderazgo ente felinos, uno de los contendientes puede resultar muerto, pero al no comérselo el vencedor su cadáver debe interpretarse como resultado de una lucha y no de caza. Cuando el vencedor y nuevo líder llega a la manada matará a los cachorros de su antecesor pero no los cazará, pues tampoco se nutre de ellos. Simplemente los elimina por instinto. Así las hembras entrarán en celo y el asesino podrá adelantar su progenie.

Cuando un león muere intentando dar caza a un búfalo éste tampoco lo habrá cazado, pues el interés del bóvido es sólo defensivo y eliminada la amenaza abandonará el escenario. Tampoco la superpredación es caza. Cuando un león mata a un leopardo no lo hace para nutrirse sino para eliminar un competidor, es decir, vuelve a ser lucha, no caza.

El caso de la hiena es muy didáctico, pues si encuentra una camada de leones matará a todos los cachorros, pero si se lleva uno para comérselo sólo este habrá sido cazado. Los demás fueron eliminados por evitar competencia. Tampoco caza la hiena cuando encuentra y carroñea un cadáver, pues para que haya caza es imprescindible partir de una presa viva.

Pareja de lobo ibérico en imagen de archivo
Pareja de lobo ibérico en imagen de archivo. © Shutterstock

La multipredación del lobo es interesante, pues aun matando más de lo que puede comer, sin embargo, sí los caza, pues su teleología es nutricia y se explica por su evolución paleártica, donde la poblaciones de sus presas eran escasas. De este modo, cuando la ocasión lo permitía diezmaban rebaños que el frío conservaría y consumirían en tiempos de escasez. Tampoco es caza el caínismo entre las rapaces donde el último pollo en nacer, cuando el alimento escasea, es picoteado hasta la muerte por sus hermanos eliminando un competidor por los recursos.

Así las cosas, y de modo prosaico, podría resumirse el concepto de caza natural como aquel proceso por el cual un animal se apodera de otro por la fuerza, lo mata y, ¡atención!, se lo come, siendo esta finalidad alimenticia lo esencial. 

El cazador radial

Como venimos manteniendo, la singularidad específica en la evolución de nuestra especie le confiere posibilidades de comportamiento imposibles para un animal esclavo de su instinto. Nuestro espacio antropológico desborda la teleología nutricia de los animales y nos permite cazar por otros motivos. Así podremos hablar de cazador radial, que es el que lo hace para comer. Muchas tribus de este planeta siguen nutriéndose la viande de la brousse (carne de bosque) y otros muchos –la mayoría– aún practicamos la caza sin perder de vista su aprovechamiento culinario. Y también de cazador angular, que es el que en su práctica introduce elementos ceremoniales de tipo religioso o al menos pararreligiosos –sebasmáticos–. 

Por ejemplo, en el antiguo Egipto se practicaba el ceremonial del hipopótamo, paquidermo que en su mitología era reencarnación de Set, el asesino de Osiris. Era aquella una actividad peligrosa en la que participaba el faraón, la corte y los sacerdotes y que consistía en lancear hasta la muerte al animal y donde la prioridad no era tanto el aprovechamiento de su carne sino participar en una ceremonia de claro simbolismo religioso.

Estos restos sebasmáticos son reconocibles en la actualidad en muchas disciplinas cinegéticas. En Andalucía, por ejemplo, no se suelta un perro montero sin invocar a la Virgen de la Cabeza, o en Centroeuropa donde los cazadores agradecen a la naturaleza su generosidad con el sonar de sus trompas, ofreciendo al animal caído un último y ceremonial bocado.

Un rebeco con 'el último bocado' en la boca. © Pedro Ampuero
Un rebeco con ‘el último bocado’ en la boca. © Pedro Ampuero

El cazador circular

El cazador circular es aquel que practica la caza como actividad social sujeta a normativas de tradición donde lo relevante es participar de una actividad lúdico-recreativa donde aun siendo reconocibles elementos de radialidad y angularidad no son estos prioritarios. En un ojeo de perdices, por ejemplo, lo esencial no es llevarse a casa pájaros comestibles. Tampoco ser partícipe de un ceremonial religioso. Lo sustantivo es la circularidad  –social–, recreativa, donde el balsámico beneficio se obtiene de una práctica cultural saludable al aire libre que favorece el olvido temporal de problemas y permite empatizar socialmente con grupos que comparten una mirada recolectora –cazadora–. 

Esta perspectiva explica que lo que hace Ortega es hipostasiar la actividad. Es decir, analizarla como si fuera un todo sin partes, una perspectiva intragenérica que impide explicar la compleja y rica singularidad humana y le impide atrapar viva la mismidad que pretende. Así las cosas, sus preceptos para una caza felicitaria
–escasez, dificultad e incertidumbre– no son válidos para la caza radial, pues el indígena cazador sueña con una caza abundante, de colecta fácil y cierta. Tampoco por razones obvias se adaptaría la tríada a una caza circular, donde lo lúdico suele ir ligado a la comodidad y moderado ejercicio –ojeos, monterías, reclamo…–.

Dos nuevos conceptos: intento de caza y caza consumada. Desde nuestra perspectiva materialista los intentos de caza son sólo eso, intentos, y sin un cuerpo mortal que lo testifique esta no habrá sido consumada. Esto lo entenderán bien los cazadores coleccionistas que saben que para sumar una nueva especie a su currículum es necesario atestiguar el cuerpo canónico de esa especie concreta.

La rentrer bredouille de Ortega –volver con las manos vacías– es pues un intento de caza, pero no caza consumada. Es decir, sin un cuerpo mortal no hay caza posible. Tampoco existe la posibilidad de cazar seres vivos, eso es captura, y la caza fotográfica es eso, es fotografía. Un cazador fotográfico es tan cazador como torero un fotógrafo de toros. 

Momento del lance- © Ángel Vidal
Cazador en un rececho. © Ángel Vidal

La caza deportiva

Queda por analizar el concepto de caza deportiva que, por definición, sólo puede ser concepto antrópico, y para la que Ortega propuso su clásica tríada felicitaria –dificultad, incertidumbre y escasez–. Desde nuestra perspectiva, la caza deportiva es aquella que se define por su imitación de la caza natural donde lo esencial no es tanto la tríada orteguiana, sino que la dialéctica quede definida por los sujetos operatorios que intervienen: presa y cazador. Donde aquella debe ser libre, salvaje y autóctona y el cazador, protagonista de una acción equilibrada.

Y decimos equilibrada porque los interminables avances tecnológicos tienden a descompensar el necesario y natural equilibrio, por lo que éste debe ser permanentemente compensado con restricciones normativas y morales. Unas serán de coacción suave –convicción, vergüenza o culpabilidad– y otras por coacción dura, obligadas por Derecho y castigando su quebranto –vedas, limitación de capturas, especies protegidas, limitaciones tecnológicas, requisitos administrativos…–. El resultado es que la caza deportiva termina siendo una actividad dogmatizada y regulada como fruto de la dignidad humana inmanente en todo hombre que haya superado el estado de salvajismo. 

Desde esta perspectiva, la caza preparada, criada ad hoc para su cosecha, no se contempla filosóficamente en nuestra tesis, pues al no cumplir los requisitos necesarios la presa queda su crítica al margen de este análisis. Los escolásticos decían que analogía no es identidad sino semejanza. Exacto. La caza de granja puede tener analogías con la caza deportiva, pero sólo semejanza, no identidad. En mi próxima obra ¡Yo cazador! se trata, amplia y concreta el esbozo de toda esta dialéctica.