Llega el mes de abril y se desatan las pasiones dormidas hasta ahora. El campo se despereza del letargo invernal que apagó sus colores. El verde intenso se abre paso en cada siembra y los pastos unen las manchas de monte más tosco. El cuco y su llamada dan la señal de aviso. La primavera ha estallado. Salir ahora al monte es como pisar el paraíso. El rocío mañanero empapa las botas y los primeros rayos de sol lo iluminan todo como si de un plató de cine se tratara. Las jabalinas corretean con sus rayones olvidando el estrés de las pasadas monterías y aprovechando la inesperada tregua que les regala el año. Pero todos tenemos la mirada puesta en él.

El corzo encuentra en este momento la dosis de protagonismo que sin duda merece. Después de unos meses sin corona ahora la luce en su máximo esplendor, recién estrenada. Poco a poco, en cada marcaje, sus cuernos se van tiñendo con los tonos que le rodean. Las puntas se alzan enhiestas como lanzas que miran al cielo. Son sus orgullosas armas y con ellas defenderá su territorio de quien ose desafiarlo. Ahora él es el rey. Es el corzo quien ordena y manda.

La forma de una obsesión

Esa corona es el oscuro objeto de deseo de muchos. Después de meses separados, cazador y corzo se reencuentran en un campo de batalla que ya conocen. Es ahora cuando el corcero de pro ha de admitir cuáles son sus obligaciones y no perder la cabeza. Un trofeo titánico es un premio, jamás una necesidad, pero muchas veces las ansias de victoria nublan el raciocinio del más experimentado. Es entonces cuando las perlas y las puntas entran en su cabeza hasta llegar a convertirse en una obsesión que no le permite disfrutar de lo que de verdad importa. La necesidad que siente de cazar el macho de su vida le separa del placer que supone estar en el monte y cazar en solitario.

Hace años conocí a un cazador de corzos que lo tenía todo. A lo largo de su vida había abatido muchísimos, de toda clase y condición, pero parecía no valorarlos. Vivía obnubilado con la idea de cazar el más grande de España, pensamiento que le atormentaba hasta tal punto de perder la afición ante un objetivo inalcanzable. Su testimonio me empujó desde pequeño a disfrutar de cada paso entre jaras, de cada asomada a una siembra y de cada corzo que, más grande o más pequeño, lograba cazar en buena lid. Y eso es lo que años después sigo haciendo cuando me lanzo al monte en su busca.

Un trofeo diferente

Como cazadores tenemos la obligación moral de valorar al corzo, a cualquiera, como se merece. Si sólo piensas en los machos gigantescos y desproporcionados creo que no puedes formar parte de este maravilloso grupo de personas que enloquecemos con el más pequeño de nuestros cérvidos. Este amor supone valorar a la especie de manera grupal y jamás individual, anteponiendo  obligaciones a deseos. En el campo se traduce en que, muchas veces, cazarás un corzo que hay que cazar aunque no quieras, dejando a un lado el trofeo que ocupa tus pensamientos.

Como si fueran de oro

En ocasiones hay evitar la tentación y ser capaz de mirar para otro lado. Con esto no quiero decir que te olvides de los monstruos o que, si los puedes recechar, no cierres el lance. Al contrario, las oportunidades suelen surgir una sola vez en la vida, pero mi consejo es que, si puedes, no sean tu objetivo principal. Esta manera de cazar te ayudará a disfrutar mucho más en cada salida, te lo puedo asegurar.

Estudia bien la densidad de población de la zona y evalúa de forma exhaustiva cuántos y qué animales pueden ‘sobrar’ en ella. No pasa nada porque emplees varias tardes en localizar esos machetes jóvenes que, por falta de genes dominantes, escasez de alimento o afectados por enfermedades, no se han desarrollado como debieran en su primera cabeza. Si eres capaz de localizarlos, juega el lance como si de un medalla de oro se tratara. 

La emoción que desprende un macho en su plenitud no es comparable, pero es posible que vivas lances cargados de adrenalina y que te sirvan como preparación para trofeos superiores, sin perder de vista la gestión positiva que repercutirá de forma directa en los corzos que están por llegar. Esta es sin duda la mejor manera de fabricar tu propio monstruo: dejando el espacio necesario a los mejores corzos para que puedan desarrollarse a pleno pulmón y en las mejores condiciones.

Corzo junto a su hembra. © Shutterstock
Corzo junto a su hembra. © Shutterstock

Aprovecha ahora

Parece un detalle sin importancia, pero no lo es. Es en estas fechas cuando los grandes machos comienzan a marcar sus territorios y a expulsar a los congéneres menores que no son dignos rivales en su carrera reproductiva. Esto hace que el monte se llene de errantes que se desplazan de un paraje a otro en busca de su lugar en el mundo. Estarán confiados, pues aún no hay muchos cazadores baleando el campo y rececharlos puede resultar más sencillos.

Este tipo de caza selectiva no se circunscribe exclusivamente al principio de la temporada, pero si lo intentas cuando ya se encuentre muy avanzada puede que te cueste algo más. En la época de celo también es posible localizar con facilidad este tipo de ejemplares… aunque sea a la carrera, cuando son expulsados por el macho dominante. Insisto en que a priori seguro que esta idea te seduce poco o nada, pero cuando salgas al monte los años siguientes y observes los resultados te sentirás orgulloso de las decisiones que tomaste en su día.

La sorpresa merecida

Me considero cazador de corzos antes que de cualquier otra especie. Tal vez porque he tenido la inmensa fortuna de vivirlo desde pequeño y de crecer cinegéticamente a la vez que sus poblaciones se disparaban y asentaban en nuevos lugares. He vivido muchísimos primeros días con esas mariposas revoloteando en el estómago la noche anterior. Daba igual lo vivido en marzo, no importaba el número de corzos que tenía localizado ni tampoco su tamaño. Recuerdo un día por encima de todos. Era la primera vez que cazaría solo.

Hasta la fecha siempre lo había hecho con mi padre. Le iba a echar de menos, pero tenía muchas ganas de poner en práctica todo lo que me había enseñado. Por la mañana me gusta andar, así que escogí uno de los primeros recechos que el me enseñó. No tenía un solo corzo visto por allí pero algo me decía que era el lugar indicado. Todavía de noche, y ya en el monte, cargué mi viejo Winchester calibre .243 y eché a andar.

La brisa me golpeaba la cara de forma suave pero constante y alguna lágrima recorría mi mejilla a toda velocidad. Caminaba pausado, entre siembras de trigo, rebuscando con los prismáticos en el borde del monte. Unas boquillas de jara y carrasca penetraban en las tierras de labor cuajando el escenario de recovecos perfectos para el corzo. Decidí sentarme al llegar a un chaparro que me cubría por completo desde el que divisaba gran parte del cereal. Apoyé mi espalda contra el viejo tronco y coloqué el trípode. De pronto el aire cambió y un grave ladrillo me erizó la piel. Un corzo me había descubierto. Por más que miraba por los prismáticos no daba con él. Escuché otro ladrido, este más enfadado si cabe, cuando dio la cara. Estaba a unos 120 metros y a simple vista vi que era un macho. Empuñé el rifle, puse el gatillo al pelo y cuando la cruz pasó por el codillo lo acaricié. 

Era un trofeo grueso, lleno de perlas grandes y con 11 vigorosas puntas. Sin esperarlo, había cobrado el corzo más grande de mi vida ¡en el primer día de la temporada! Hace muchos años de eso, cuando no había teléfonos con cámara, por lo que no tengo fotos, pero verlo cada vez que paso por delante de él me sigue emocionando como aquella irrepetible ocasión.