Escribo esta nota días antes de que empiece la media veda, ese aperitivo de la general que siempre es bien recibida por la cofradía de la pluma en la que milito. Palomas, tórtolas y codornices serán en breve el objetivo común de miles de escopetas que entreverarán sus vacaciones estivales con el desvarío de ejercer durante unas semana la delicada ocupación del controladores de vuelo. Durante muchos años tuve el privilegio de poder practicar la caza de la codorniz en condiciones envidiables, cerca de casa y en una época en las que las poblaciones de estas avecillas eran tan abundantes que revivirlas hoy sería una quimera pues jamás volverán a darse las condiciones que lo permitieron. Componer esta nota me exigirá el esfuerzo de no empalagarla con un exceso de nostalgia, a ver cómo sale.

Comencé a cazar con criterio la codorniz en los 70. En aquellos tiempos en mi manchega tierra materna se popularizó la locura agrícola colectiva: el riego por aspersión. Los populares ‘chuflitos’ fueron el paradigma del desenfrenado derroche de agua, empecinado en convertir en vergel tropical nuestras tierras beréberes. El agro enloqueció ante la perspectiva del ‘oro verde’ –alfalfa–, una rentable leguminosa que exigía tal cantidad de agua que pronto obligaría a profundizar los pozos sobreexplotando los acuíferos hasta sus aguas fósiles, una locura, que aún lamenta mi tribu. Sin embargo, durante un decenio largo aquel dislate fue el responsable se conformar un perfecto paraíso para la nómada codorniz, esa africanita caprichosa y de refinadas exigencias encontró en ese verde artificio su perfecta residencia de verano. El óptimo edén donde multiplicarse.

Durante aquellos años su caza ofreció jornadas memorables para el cazador de pluma y perro que les escribe, llegando su entretenida cosecha a rivalizar con la de nuestra reina, la perdiz roja entonces también abundante. Esta modalidad de caza con perros de buena nariz, al alba veraniega, respirando ese aroma singular que exhala la tierra mojada que llaman petricor, quedaría para siempre grabado en mi memoria olfativa como paradigma de la más hermosa de las modalidades cinegéticas estivales.

Codorniz.
Codorniz. © Shutterstock

Cada perro, a lo suyo

Se ha escrito mucho de esta modalidad y de su pequeña protagonista, muchas plumas la glosaron. Delibes, por ejemplo dedicó deliciosas páginas a esta delicada peregrina y otros muchos la trataron destacando sus singularidades, amonedando una serie de tópicos que estas líneas pretenden puntualizar. Uno de ellos es que la codorniz es escuela de perros. ¡Es cierto! Es la mejor escuela de perros… de codorniz.

El buen perro codornicero sensible a las emanaciones de la pluma la mostrará firme y segura y cobrará sin esfuerzo su mínima anatomía abatida. He disfrutado mucho bregando con mis perros en los humedales propios de estos cultivos hasta verlos convertidos en apasionados anfibios sin límite de kilometraje. Cazar en húmedo siempre es ventaja, sobre todo comparado con las duras faenas en los rastrojos, donde a pesar del constante alfireteazo de la bota en la reseca garganta de nuestros perros –siempre insuficiente– se nos venían abajo en cuanto el astro rey empezaba a dibujarles las sombras…

Decía que los perros destacados en esta disciplina brillan en este cometido, pero cuando llegue el momento de enfrentarse a la reina de verdad, no a la princesita, las exitosas prácticas veraniegas de muchos de ellos no implicarán la correspondiente eficacia con su hermana mayor. He disfrutado magníficos perros de la codorniz, diría inmejorables –pointers, setters, bretones…– pero pocos de ellos se doctoraron con excelencia con la brava perdiz de invierno, y más nuestra cuadrilla que la trabaja en tierras planas como las de Ptolomeo, donde la roja silvestre salta fuera de cobertura desde el mismo día de apertura y donde brilla más el perro de cabeza que el de nariz.

Tuve un bretón, Pol, sobresaliente con las africanitas. Diría que fue ‘mi perro’, ¡todos tenemos uno en la memoria! Pol es el mío, inagotable, seguro en la muestra y con una inteligencia natural para resolver la resistencia al vuelo. Mostraba por ejemplo con ligeros movimientos de cabeza hasta tres ejemplares distintos que una vez abatidos cobraba con naturalidad de un solo viaje. A veces, de vuelta, con dos pájaros en la boca se quedaba a un tercero. Recuerdo un lance de mañana en que saltaron tres codornices juntas, abatimos las tres, aunque la primera por precipitada cercanía la entaqué transformándola en una nubecilla de plumas. Pol cobró las dos largas aprovechables y tras un rato de búsqueda me trajo una pata de la primera como si fuera un mondadientes. Fue lo único que encontró.

Cazador con perro y codornices.
Cazador con perro y codornices. © JDG

¿Escuela de caza?

Con motivo de esta nota recordaba con Toño Hernanz, mi alter ego de estos ratos inolvidable, las anécdotas que vivimos con aquel bretón formidable que sin embargo, y pesar de sus habilidades veraniegas, no terminó de doctorarse con la reina, mientras otros perros menos finos en las mielgas –drahthaars, perdigueros e incluso un cocker– nos daban mejor juego en la general. De modo y resumen que la caza de codornices hace perros codorniceros, pues las artes menores en cinegética no son homólogas. De poco vale un perro dulce de nariz que se quede puesto hasta la pisada de un vendimiador si, mientras, el bando de patirrojas apeona dispersándose a 200 metros de la escopeta.

Tampoco comparto que el tiro de codorniz sea escuela de tiradores, pues generalmente el vuelo rectilíneo y facilón sólo sienta cátedra para esta disciplina, pues basta dejarla volar lo suficiente para que abra el tiro y empercharla sin dificultad. En los tiempos gloriosos a los que me refería líneas arriba los campos manchegos eran dameros de alfalfas y rastrojos, la abundancia de codornices era tal que una escopeta normal podía apiolar medio centenar de pájaros en una salida y si tenía la suerte de dar con campo a media siega la concentración de avecillas permitía a los más ansiosos perchas que rozaban la obscenidad.

Afortunadamente mi tribu entró en cordura y aquellos tiempos de derroche hídrico terminaron, sustituyendo los ‘chuflitos’ por las homeopáticas humedades de los goteros. Con ello, aquellas nutridas escuadrillas de codornices volvieron a dispersarse por sus cuarteles tradicionales norteños quedando en nuestras latitudes sus poblaciones esparcidas por vegas y ribazos pero en menor y más dispersa cantidad. Nuestras poblaciones manchegas han sufrido desde entonces un goteo a la baja, hasta terminar siendo testimoniales. En la actualidad, es más fácil que nos salte una codorniz de invierno mientras trasteamos perdidos tras las predices, que lo haga durante el estío en sus antiguas residencias. La Mancha tenía además una contrapasa interesante, y en la luna de septiembre si se acertaba a dar con una zona de repostaje migratorio, podría divertirse de lo lindo unos breves días de fortuna.

Otro mito que desdice la codorniz es la famosa triada orteguiana que exige para considerar una caza satisfactoria «escasez, dificultad e incertidumbre», preceptos irreconocibles en esta bendita modalidad. Antes al contrario, su abundancia, combinada con la comodidad de su búsqueda y la certidumbre de su cosecha, hacía de aquella relajada ocupación una actividad más que satisfactoria, diría deliciosa pues hacerlo en plano, manga corta, paso de costalero y disfrutando del laceo de nuestros perros, aunque no cumpliera ninguno de los preceptos señalados por del sabio madrileño, sí era una modalidad más que satisfactoria. Sin entrar en polémica sobre las causas de su declive –doctores tiene la Iglesia–, la codorniz objetivamente ha desaparecido de estas latitudes. El espacio hace a la especie y desaparecido aquel, esta hizo mutis a tierras favorables.

Cazador con una codorniz en media veda.
Cazador con una codorniz en media veda. © Ángel Vidal

Recuerdos de la caza de codorniz con red

No podría terminar esta nota sin una referencia una modalidad que también me hizo pasar muy buenos ratos en juventud: la red. En aquellos tiempos era aprendiz de cetrero frecuentaba a mi paisano y maestro Pepe Villa que era un reconocido virtuoso en esta disciplina y con el compartí muchas tardes de primavera en las cereales siembras de nuestro término. Desplegar la red al atardecer, cerca de algún arroyo, apostarse y darle al bri bri del reclamo era mi manera preferida de esperar a las estrellas.

Tengo miles de anécdotas de aquella época, pero sobre destaca en el recuerdo la envidiable habilidad de mi maestro, que las engatusaba variando frecuencia y tono del engaño hasta hacer que se posaran sobre sus piernas, y más de una vez conseguía atraparla con rápido movimiento de mano, como si cazara una mosca, quedándose en un lance centesimal con el encelado macho. Mi amigo Ismael Tragacete también domina ese arte tanto o mejor que la escopeta y con su artesanal reclamo hecho con la punta de un asta de toro y un fuelle de badana relleno de pelo de caballo ha capturado miles de ellas. Oírle contar sus cuitas con esta avecilla tiene para una tarde, como aquella que viniendo de vuelo al reclamo le chocó en el percho para terminar posada en su cabeza.

Hay, decía, nostalgias muy manchegas. Nuestra raza es escéptica y pesimista por naturaleza, motivos tenemos. Nuestros ríos y humedales sólo existen ya en los mapas; el paisaje materno de cereal y de viña baja que tan buena cobertura y cazaderos procuraban también desaparecen, y están a punto de hacerlo mis dos aves favoritas, la perdiz silvestre, convertida ya en una joya residual y de salobre comportamiento, y señorita codorniz, que no encuentra ya en nuestros lares motivos de residencia. Decía nostalgia, más bien tristeza.