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Jesús Caballero – 17/11/2017 –

Marvin Harris definió la cultura como la forma de sentir, pensar y actuar de los distintos colectivos humanos. La cultura occidental, la nuestra, es un árbol de tronco grecolatino pero con decenas de ramas singulares. Entre estos grupos subculturales está el rural, cuya característica identitaria es haber ligado su destino a los frutos de la tierra. Desde las civilizaciones prerromanas hasta hoy, sus intereses siguen anclados en el Neolítico –agro y ganadería–. La diferencia sólo es tecnológica, pues mientras nuestros ancestros labraban la tierra con bestias y vertedera hoy lo hacemos con tractores con GPS, pero el terror al cielo y a su soldadesca de crueles meteoros sigue vigente y, con ello, la permanente amenaza de naufragar en su mar de pámpanas y rastrojos.

Aprendimos a labrar, pastorear, cazar, pescar y recolectar por imitación de nuestros mayores. ‘Endoculturización’ lo llaman los antropólogos. Uno de ellos, el belga Claude Lévi-Strauss, el más influyente en el pensamiento político moderno, propuso conceptos como ‘diversidad cultural’ o ‘multiculturalismo’ en clara invitación a evitar el secular ‘etnocentrismo’, proponiendo así una nueva forma ética y más humana de tratar al ‘diferente’, ya sea por su raza, género, credo, orientación sexual, opinión… Es la llamada ‘ética de la tolerancia’, por eso sorprende que, siendo esta filosofía exquisita en respeto al ‘distinto’ –relativismo cultural y moral–, muestren tan poca delicadeza con una cultura pacífica y tan maltratada como la rural. Es paradójico que mientras la Alianza de Civilizaciones proponía, en un exceso de corrección política, compartir mesa y mantel incluso con los que nos consideran pieza de caza, a la vez se hiciera caso omiso de todas las reivindicaciones campesinas en un agravio incomprensible. Es la nueva hipocresía neomarxista, tolerar todo y a tod@s menos a los que, claro está, no encajen en su ideario igualitario.

La tribu está harta de que las limitaciones en el uso de sus tierras no les traigan los anunciados beneficios –ZEPA, LIC, LIFE…–, cansada de ver cómo siguen desviando el natural curso de sus ríos, de sufrir cada año nuevos recortes en sus derechos de caza y pesca o de que, en insolente desprecio por nuestra forma de vida, se nos demonice porque defendamos nuestro mundo de perros, toros y caballos. Quizá lo que les moleste es que seamos felices comiendo perdices… y no tofu.

Boutades aparte, lo que nos ha movido a escribir esta nota es la bajeza moral y urbanita de creer que nuestro modo de vida es antiguo, cruel y prescindible. Estigmatizada socialmente, la cultura rural corre franco peligro de extinción. Como apelar al respeto de nuestra condición humana no parece conmover a nadie, es el momento de exigir para nuestra tribu el mismo trato que proponen para todas las minorías amenazadas. ¡No nos traten como mansos recolectores europeos! ¡Trátennos como indios yanomamis! Y apliquen, aquí también, sus cacareados principios de respeto y tolerancia. Cansados de desprecios, tambores de guerra auguran resistencia. Esperamos órdenes.