Los monarcas españoles aficionados a la caza, la gran mayoría, pusieron mucho interés en que no disminuyera el número de animales que se criaban en sus magníficos cazaderos para tener asegurado su entretenimiento cinegético. De hecho, hubo épocas en las que la caza escaseó tanto que se llegó a temer que se pudiera extinguir, como en 1610, cuando la población de animales del cazadero de El Pardo habían reducido su número de forma alarmante. En 1705, en el mismo lugar, la caza estaba «apurada y minorizada», según Felipe V. En Valsaín, por poner otro ejemplo, se llegó a temer en el reinado de Felipe IV que pronto se extinguiera la caza: «(…) en breve tiempo se verá en total acabamiento.»(1).

Una de las causas de la gran disminución de las piezas de caza fue el furtivismo, una verdadera pesadilla de nuestros reyes, que no lo pudieron impedir a pesar del número tan considerable de guardas de a caballo y de a pie que tenían en sus cazaderos y de los castigos tan severos que se empleaban contra ellos. Otra causa, también muy importante, fueron las alimañas como los zorros, los gatos monteses y, sobre todo, los lobos, tan abundantes en España en siglos pasados.

Para evitar los perjuicios que ocasionaban principalmente los cánidos en los medios rurales –sobre todo a los ganaderos– se publicaron numerosas cédulas reales que obligaban a las justicias de los pueblos a organizar batidas para exterminarlos, estableciendo recompensas para los que los cazaran. De hecho, nuestros reyes participaban en batidas destinadas a abatir estos animales. Así, Felipe II y varios miembros de su familia intervinieron en monterías de lobos, zorros, gatos monteses… usando las telas para cogerlos con redes. En Aranjuez acompañaban con frecuencia al monarca la reina Ana, su cuarta esposa, los príncipes Alberto y Wenceslao y las infantas Isabel Clara Eugenia y Catalina Nicaela, hijas del rey y de su tercera esposa, Isabel de Valois. Todos ellos, armados con porras de fresno, mataban a los animales que habían caído apresados en las redes.

Las batidas de lobos, tradición real

Felipe IV tuvo una verdadera obsesión por la caza de lobos y organizó batidas que se daban a veces en lugares bastante alejados de la Corte como, por ejemplo, en las proximidades del río Alberche, donde cazó en varias ocasiones. Las crónicas cuentan que, hasta 1644, este monarca había abatido con sus propias manos más de 400. A veces, consiguió cobrar ejemplares extraordinarios, aunque también sufrió graves accidentes. En una ocasión, persiguiendo a uno de estos predadores, cayó del caballo y quedó paralítico del brazo derecho.

Carlos II, a pesar de su precaria salud, participó como su padre en bastantes batidas de lobos, al igual que Fernando VI, que llegó a matar, algunos años, más de 50 ejemplares. Pero fueron sobre todo Carlos III y Carlos IV quienes pusieron más interés en la caza de alimañas, en su época muy abundantes en España. El viajero inglés Townsend, que trató con el monarca cuando éste vivía sus últimos años y le acompañó en una de las batidas que se dio en El Escorial, dijo que, por las noches, el rey comentaba con sus amigos las incidencias cinegéticas del día como si se tratase de asuntos muy importantes. Según Townsend, cuando conoció a Carlos III éste había matado 818 lobos(2), y, en los últimos años de su vida, 5.323 zorras. En febrero de 1760 este monarca abatió un lobo de un color tan negro que fue considerado como algo extraordinario. Poco después consiguió otro de tamaño enorme y en agosto de 1762 uno «muy picón», pues se había escapado varias veces. Parece ser que poco antes de su muerte le dijo a un embajador extranjero que haber matado tantas alimañas había servido de recreo para él, pero también de gran utilidad al reino.

Cuando era príncipe, Carlos IV estableció una ayuda económica llamada ‘refresco’ –de unos 600 ó 700 reales– para cuando sus cazadores realizaban actividades cinegéticas importantes, entre ellas cazar lobos. A los pocos días de iniciar su reinado decidió que la carne de las piezas que abatiera en sus frecuentes monterías se vendería en la plaza Mayor de Madrid y que el dinero recaudado se repartiera entre sus cazadores y las viudas de éstos. Sin embargo, hubo años en los que el monarca, ante el enfado de sus empleados, se dedicó casi exclusivamente a acabar con este predador.

Carlos III pintado por Goya junto a su arma y perro de caza.
Carlos III pintado por Goya junto a su arma y perro de caza.

Siglo XIX: disminuye la presión

En el reinado de Fernando VII los lobos eran muy numerosos en todos los cazaderos reales: en Aranjuez eran tantos que llegaron incluso a atacar a los potros de la yeguada real. Por este motivo se propuso al rey que se organizaran batidas comunales, de la misma forma que se hacían unos años antes. Fernando, con su característica indolencia y falta de interés por todos los asuntos, no lo hizo.

Al comenzar el reinado Isabel II los lobos causaban tantos estragos en El Pardo, que se instaló allí un jaulón o trampa para cazarlos utilizando como cebo los caballos muertos de la plaza de toros(3). En 1865 y 1866 la reina autorizó que se dieran varias batidas en El Pardo, pero poniendo la condición de que no se sobrepasara el gasto de 100 escudos. Dos años más tarde, los consejeros de la reina le comunicaron a ésta la necesidad de realizar más batidas contra estos predadores. Ella estaba veraneando en Lequeitio (Vizcaya) y, desde allí, el 6 de septiembre de 1868, ordenó que se organizara una nueva. Unos días después triunfó la revolución y la reina tuvo que partir rumbo al exilio cruzando la frontera con Francia(4).

Felipe IV pintado por Velázquez.
Felipe IV pintado por Velázquez.

Alimañeros míticos

Para reducir el número de lobos y otros predadores los reyes españoles tuvieron, entre sus empleados de caza, a loberos o alimañeros. Los Oto, naturales de la población del mismo nombre situada en el valle del Broto (Huesca), estuvieron durante muchos años al servicio de nuestros regentes dedicados a la cacería de lobos, zorros y gatos monteses en El Pardo, Valsaín y El Escorial, principalmente. El primero de ellos fue Domingo de Oto, un hombre muy hábil que trabajó para Felipe II, Felipe III y Felipe IV.

Según una antigua costumbre de los monarcas españoles, los hijos de sus empleados de caza tenían preferencia para ocupar una plaza libre, que muchas veces era la misma que había tenido su padre. Por eso, a Domingo le sucedió en el oficio de lobero su hijo Pascual. Éste, al no poder seguir ejerciéndolo por vejez pidió, y consiguió, que Felipe IV nombrara en su lugar a su yerno, Francisco Viciendo, puesto que no tenía hijos varones. Al morir Francisco, su viuda, María de Oto, obtuvo por concesión real 80 ducados de salario y la continuación en el empleo de lobero con la obligación de poner a su costa a un hombre para las batidas.

En 1689 Pedro Buysan, también natural de Oto, con quién casó María en segundas nupcias, fue nombrado cazador para el mismo puesto(5). Bartolomé Lardiés y después su hijo Felipe, ambos nacidos igualmente en el Valle del Broto, fueron también cazadores de alimañas al servicio de los reyes. Manuel de la Torre, probablemente de la misma tierra, fue lobero de Isabel II. Todos ellos percibían un jornal y una cantidad por cada animal que cazaban.

(1) Archivo General de Palacio. Registro. Cédulas reales.
Tomo XIV, folio 176.
(2) Townsend, J. Viaje por España en la época de Carlos III (1786-1787). Madrid 1988, página 206.
(3) Archivo General de Palacio. Patrimonio. Caja 9580.
(4) Archivo General de Palacio. Patrimonio. Caja 9607.
(5) Archivo General de Palacio. Patrimonio. Caja 9580.