Siempre contamos nuestros encuentros con los mejores corzos o los más increíbles. Lances de caza cargados de emoción y rodeados de épica donde el cazador sale victorioso después de una batalla legendaria.

Si buscas ese tipo de lances, esta no es la ventanilla correcta. Hay muchos otros donde la fortuna no ha sonreído y, aun así, también ocupan un lugar importe en nuestra memoria. Estos son los míos.

1. El corzo semental de los frutales

Andaba de rececho junto a mi tío Carlos a finales del mes de julio. El calor era asfixiante y dar un solo paso entre las jaras, una tarea para valientes. Decidimos salir cuando aún faltaban horas para el ocaso. El celo acaba de estallar y podríamos localizar algún buen macho casi a cualquier hora. Siguiendo sus consejos, nos lanzamos a recechar por unas huertas que limitaban con un arroyo cercano. Allí los corzos tenían amplio terreno para sus correrías amorosas y el reclamo del agua fresca era prácticamente una invitación al desenfreno. De pronto, mi tío se paró en seco, señaló con la vara. Algo llamó su atención debajo de un manzano. 

Nos sentamos y comenzamos a observar. Un corzo y una hembra jugueteaban a la sombra. El macho no paraba de hostigar a su pretendienta hasta que por fin la montó. Era un buen mozo, no muy largo pero con las rosetas caídas. No era su primer celo. Estábamos a unos 180 metros y llevábamos un par de horas controlando sus movimientos. Cuando por fin amainó el calor, mi tío me cedió los trastos y me dijo que hiciera yo la entrada. Descendí unos 40 metros por una trocha cochinera tratando de no hacer ningún ruido, hasta alcanzar el tronco de un chaparro. El animal no se había enterado y descansaba tumbado entre unas hierbas altas. Solo le veía las puntas de su cuerna y las dos orejas danzando, con la intención de espantar a la legión de insectos que por allí volaban.  Por fin se levantó y me apresuré en apoyarme en una rama para asegurar el disparo. Tanto es así que la rama se rompió justo en el momento en el que apreté el gatillo, fallando el disparo por varios metros y provocando la espantada del Don Juan indultado sin quererlo.

2. Sin fondo físico

Quien me conoce sabe cuál es mi encaste. Grandón, de morrillo pronunciado, entrado en carnes pero listo y astifino. Esta mala condición física me ha jugado alguna que otra mala pasada. Cazaba junto a mi amigo Rodrigo en  un coto de Guadalajara. Días atrás habíamos localizado un buen macho, largo pero sin luchaderas, que ramoneaba a las faldas de un manchurrón de robles. La entrada era tan sencilla como lógica: si el aire iba como debía, teníamos que recechar por la linde derecha, entrando y saliendo del robledal. Todo marchaba hasta que vimos al corzo.

En realidad, nos vio el a nosotros primero y salió corriendo. Era nuestra última tarde de caza y pequé de inexperto. Salimos a la carrera también, tratando de recortar algo de distancia y poder disparar si se paraba antes de entrar al monte. Los tobillos se me doblaban como mantequilla con cada terrón del barbecho y seguir el ritmo de Rodrigo era misión imposible. Cuando por fin lo alcancé, el corzo se había parado a unos 80 metros de nosotros. Me apoyé en la vara pero aquello se movía como un tren en marcha. Los jadeos no me dejaban fijar la cruz en el corzo y las gotas de sudor que manaban de mi frente escocían en los ojos como si fueran ácido.  Imposible tirar así, por suerte para un corzo que jamás volvimos a ver.

3. Todos los corzos son pardos

Una de las enseñanzas más importantes de cuantas me ha regalado mi padre es que hay que mirar y remirar antes de apretar el gatillo. Y por muchas veces que la repita como un mantra, hay situaciones en las que la pifias. Esta es una de ellas. El día de San Isidro siempre me ha gustado: era un día sin colegio en pleno mes de mayo y eso había que aprovecharlo. Mi padre y yo lo hacíamos cazando corzos. Aquella tarde haríamos un aguardo en un alto, controlando una esparceta, donde nos sentamos pacientemente. Al poco, dos corzas y un machete del año entraron en plaza. Por la otra punta, una cochina con su prole cruzaba de monte a monte a toda prisa. La tarde pasaba el corzo bonito que esperábamos no daba la cara. Sin duda, aunque no apareciera el macho deseado, esos momentos con el jefe en el monte eran un tesoro que, con el paso de los años, he aprendido a valorar como se merece. 

El sol se había puesto y aunque estábamos en mayo el relente nos estaba dejando fríos. Entonces mi padre pronunció las palabras mágicas que solía espetar en cada espera: «Un cigarro y nos vamos…». La centella incandescente de su Marlboro danzaba de un lado al otro cuando, de la nada, apareció un corzo como un fantasma y se plantó a 100 metros. Clavamos nuestras córneas en los prismáticos y llegamos a la conclusión de que se trataba del corzo que buscábamos. Abrí el trípode y mi padre me cedió su rifle pero… en cuestión de segundos había desa-
parecido.

Sin saber qué había sucedido y  a punto de recoger, un ladrido nos devolvió la esperanza. Se había desplazado unos 30 metros a la derecha y nos miraba fijamente. Lo metí en el visor y apreté el gatillo. Una mancha en medio de la siembra nos decía que el tiro había sido fulminante, pero al llegar no era nuestro corzo. Un ejemplar joven había pagado mis prisas de novato. Juré no repetirlo nunca… ni contarlo.