Aunque he tenido el privilegio de practicar la caza mayor en los confines más inhóspitos de este planeta me he considerado siempre miembro de ese humilde colectivo rural que aún se conmueve con las cosas sencillas, un nativo más de la mansa España plana y agrícola que sigue desvelándose las vísperas de perseguir su fauna municipal y comestible sin perder de vista la torre de la iglesia.
Esta actividad ha terminado convertida en el vínculo más entrañable con mi paisaje materno, situado en el epicentro mismo de la «violenta belleza del secano», que diría Gamoneda. No espero en el crepúsculo de mi vida grandes cambios de este rumbo libremente elegido. Colgaré mis rifles sin nostalgia, pero mientras la naturaleza lo permita formaré parte de esta singular cofradía que las fiestas de guardar celebra su ceremonia empuñando una escopeta. Sueño un retiro verde y sereno donde honrar la memoria de esta forma de cultura que tanto estimó mi tribu: ¡la gran caza menor!
La odisea de la vida, amigos, es un viaje circular, como el de Ulises, donde al barruntar el otoño el hombre añora volver a su Ítaca, como si los «venenosos líquidos de la edad» –vuelve Gamoneda– reclamaran la vuelta a casa. Sueño, decía, con reencontrarme con la beréber luz de patio manchego, con la serena paz que reina en los corrales, con las aromáticas madrugadas de pan nuevo. Con apurar mis días donde todo empezó, en mi patria infantil, limitada, como decía Vicens, por los cuatro puntos cardinales donde uno meó de pequeño. Sólo este puede ser el apropiado escenario para una última aventura.
Hablaba de privilegios, pero esto de salir de casa con el arma cargada y un perro suelto, pisando coto, y empaparse de la reposada vida rural, alejada de la corte y sus intrigas, a bien seguro envidiarían hoy lejanos reyes cazadores y atareados amigos de altas cumbres sociales. Cuatro décadas, decía, he dedicado a esta ocupación tan manchega como las pámpanas, cuarenta ininterrumpidas temporadas me han impregnado de un sentido del campo tan inexplicablemente íntimo que la mera presencia de su paisaje me procura una balsámica plenitud biológica que sólo he encontrado cazando cerca de mis tejas. Trascendente emoción, compartida con los indígenas de mi tribu, para los que adelantarse al alba con el avatar de un perro y la homeopática posibilidad de quebrarle el vuelo a una perdiz sigue siendo nuestro modo de hablar con Dios.
Decía Umbral que envejecer es ver cómo las cosas se van alejando. Cierto, aunque olvidó el maestro que, a su vez, otras se acercan, renovadas, balsámicas, pródigas hijas de la nostalgia.