Haber pasado la infancia en un amplio caserón de pueblo, jugado bajo las frescas sombras de las moreras acechando con munición de piedra a los inquietos gorriones municipales, ha debido sin duda influir en mi concepto adulto de la vida. La infancia, amigos, es el primigenio proyecto del hombre, un embrión feliz enclaustrado en un despreocupado saco de mocos que, por la caprichosa magia del tiempo, es donde se forjan las filias y fobias que nos acompañarán el resto de la vida.

Tengo vivísimos recuerdos de las interminables tardes rurales de verano. Los pueblos de entonces era un planeta con un imponente potencial de aventura. Asilvestrados, jugábamos en aquellos espacios silenciosos, bodegas, cuevas, gavilleras, acaso bajo la cenital tutela de unos melones ahorcados de las vigas. En aquellos espacios reinaba el aroma de abandono, el escenario perfecto para dejar volar nuestras fantasías.

La herrumbrosa selva de aperos de labranza, aquellos viejos arcones, eran un cardumen de imprevistos hallazgos. En algún apartado rincón guardaba mis verdaderos tesoros fuera de la curiosidad de mis hermanos y la sospechada rapacidad de los amigos. Allí cebaba a mis gusanos de seda, guardaba mi culebra de agua que capturé en un Cigüela entonces vigoroso, mi caja de escorpiones, mi tímido erizo y un carnicero galápago que me trajeron los Reyes Magos.

Aquel tesoro se ampliaba con algunos animales toscamente embalsamados: el zorro que atropelló papá, un aguilucho lagunero de filiación desconocida, un azulón de tornasolado cuello, algunos frontales amarillentos de venado… Todos ellos exaltaban mi fantasía y curiosidad por ampliar algún día mi colección en lejanas selvas, en exóticos parajes. Un viejo trabuco de perrillos era mi compañero y protagonista de mil sueños de lejanas cacerías.

Aquel paraíso infantil fértil y silvestre, presidido siempre de fauna viva, muerta o  soñada, fue el origen de una filia natural que ahora venero allí se forjó. La balsámica soledad que hoy tanto estimo, el silencio que busco en las altas cumbres y las misteriosas y verdes luces forestales. Filias, decía, talladas en la simpleza de una mente infantil pero que aún presiden con todo vigor mis sueños.