Por Alberto Serradilla Garzón

Y de repente, el click de la aguja percutora. Pero antes de llegar a ese adrenérgico y fugaz momento, ocurren muchas otras cosas que hacen tan especial ese instante, y que por supuesto, merecen ser contadas.

Utilizando un eufemismo, diría que trabajar por la noche en el hospital es duro, pero sinceramente, la palabra ideal es jodido. Siempre me sienta mal trasnochar y si es trabajando, más todavía. Se traduce en una resaca mañanera con todas las de la ley: cefalea y ojos rojos como poco. Pero las noticias que me llegaban del pueblo eran, como para cualquier esperista, cuanto menos excitantes. Un viejo cochino estaba destrozando una viña y entraba por el olivar de un compañero de cuadrilla.

No eran pocas las noches de esperas infructuosas y unos pocos los que se volvieron para casa maldiciendo su astucia o la mala suerte que los acompañaba. Esa noche lo intentaría yo. Con la misma ilusión que con el primero, no habría mal cuerpo, cansancio o sueño que lo impidiera. Conduje todo el viaje dándole vueltas al huevo, por dónde podría entrar al puesto, de dónde soplaría el aire… ¿sería un cochinazo? ¿Tendría buen trofeo? Solo conocíamos su pisada. Realmente nada de eso importaba, era una espera y eso bastaba.

Llegada al puesto de espera

Por fin llegué al valle. Para cualquier cazador que se precie, el solo admirar el campo le arropa el alma. Y lo vemos con otros ojos, desde un prisma privilegiado, hasta la luz se tornaba casi onírica entrando y saliendo de las vaguadas de la sierra, como si fuera el preámbulo de una historia idílica. Nada más llegar hablé con gente de mi cuadrilla, unos lo habían sentido, otros no habían tenido suficiente paciencia. Preparé los bártulos como el niño prepara sus zapatos la noche de Reyes. Repasé meticulosamente el equipo: la ropa, el rifle, la munición, asiento, foco, pilas y agua. Todo controlado, menos los nervios… ¡como para robar panderetas!

Paladeé el viaje al olivar con la calma que la ocasión merecía, como se bebe el vino bueno. Ya en el puesto, repaso de las variables controlables: limpieza del suelo, foco, sombras, maleza de alrededor. Ahora, a rezar por las incontrolables: dirección del viento, astucia y sentidos del suido. De momento bien, el aire franco, sin traiciones. La luz de un cuarto de luna, perfectamente atenuada por un velo de nubes de tormenta seca. Era el difusor ideal, nada de sombras ni luces duras. Luz de plata sobre los olivos y las hojas de roble delatoras de la carrera de los ratones.

¿Acudirá a la cita?

Truenos esporádicos, hondos, guturales. Iluminación y música geniales para una velada perfecta. La pregunta es: ¿Acudirá a la cita? ¿Cómo no hacerlo? Un escenario tan ideal, en una noche tibia de septiembre sin emanaciones preocupantes ni amenazadoras, conociendo las viñas y olivares, los pasos y lugares ideales para llegar a tan selecto restaurante, donde deleitan con uva tinta de primero, brotes de vid frescos de segundo y de postre, los higos caídos al pie de una higuera que crece retorcida a escasos metros del ánima estriada de mi hierro. Sería de locos darme plantón.

Tan suave temperatura y el canto de los grillos de una plácida noche de fin de verano, eran la nana ideal para mí. El sueño echaba un pulso con mi necesidad de vigilia, la noche previa sin dormir se acusaba. Pero tamaña disputa se vio resulta en tan solo quince minutos. Los que tardé en percatarme de la presencia del jabalí en la viña aledaña. Ahora sí: ni sueño ni cansancio. Taquicardia, sudoración, parestesias y temblores. La sola idea de pensar en ese gran cochino comiendo cerca me atacaba. Creí ingenuo de mí, que esa situación no se prolongaría tanto, observaba perfectamente la gatera por donde entraría al olivar y lo sentía no muy lejos de allí.

Y, de repente, aparece de la nada

Tras muchos minutos escuchándolo con calma y ver la tranquilidad propia de su seguridad y porte, me di cuenta de que la velada sería larga. Al menos el escaso viento estaba de mi parte. Tuve que sosegarme, mantenerme en tal estado de tensión durante mucho tiempo era inviable. Y menos mal porque hubiera sido hora y cuarto. Creí que todo se había ido al traste cuando de buenas a primeras, escuché un gran bufido.

Era imposible que le hubiese dado el aire, era escaso y la dirección perfecta, pero ¿quién sabe? Empecé a sentir su movimiento, venía hacia la gatera. Esa respiración profunda, ese bufido, era su forma de cargarse de aire antes de tomar una decisión arriesgada. Metió la cabeza bajo el alambre y pude verlo. Volvió la taquicardia, el pulso de las carótidas prácticamente ahogaban el resto de sonidos.

Estaba llegando al lugar perfecto para disparar. Fui subiendo el rifle con un cuidado quirúrgico, consciente de que cualquier movimiento o sonido sería mi fracaso. Me lo encaré y lo vi a través del visor, describía una silueta oscura contrastando contra el fondo plateado de algunas pajas en el suelo del olivar. De perfil, perfecto. Luz del foco y… mierda. Se cuadró, cambió de posición para quedarse mirando fijamente hacia mí.

El blanco que ofrecía comparado con su anterior postura era escaso, su gran cabeza se me antojaba muy estrecha, al igual que la hilera de olivos que flanqueaban mi posición y en cuyo final, se encontraba un animal admirable, fijando su mirada en el destello de mi foco. No hay tiempo para contemplaciones, la huida es inminente. Esperar a que se cuartee para colocar el disparo es inviable. Sangre y sudor fríos, el tiempo se ralentiza, cruz al centro de la testa. La taquicardia es galopante, la boca está seca, siento un temblor nervioso que no se traduce en mis manos, frío y calor, ahogo. Aumento levemente la presión sobre el gatillo. Y de repente, el click de la aguja percutora. Toda la concatenación de acciones posteriores que vertiginosamente suceden en milésimas de segundo, solo tendrá sentido si verdaderamente sentimos lo anteriormente narrado.

Así cayó el jabalí

Más imágenes del jabalí. © A. S.

Una bala del calibre .30-06 de 180 grains tarda 0.06077 segundos en alcanzar un jabalí situado a 50 m. Durante ese tiempo todo sigue igual: Sigo respirando, mi corazón está latiendo, incluso la tierra continúa girando, solo que una masa de plomo se dirige certera al cráneo de mi presa. Y así, tras el estruendo y ese periodo ínfimo de tiempo que pareció un siglo, cayó sobre su propia y velada sombra por las nubes de la tormenta seca, un gran jabalí. Sin sufrir, pasó de estar a no estar, limpiamente. Erró su trayectoria nocturna.

Me acerqué a tan bello animal, donde la sangre que brotaba por un orificio en la base del hocico, escribía un epitafio sobre la tierra del olivar. No gané una batalla, no es una lucha. Es caza. Tan antigua como el hombre. Es la inclusión del depredador principal en el ecosistema, el que tiene la capacidad y el deber de regular consciente y éticamente.

No era un jabalí gigantesco, pero sí era grande, noventa y siete kilogramos de perfecta fisionomía animal de capa cana y castaña. No era el mejor ni el peor trofeo, no era el más astuto ni el más torpe, pero para mí, fue excepcional. Por todo, por las emociones previas, la ilusión, la noche, la luz, la tormenta, la eternidad del disparo y porque algo es especial si nosotros queremos hacerlo así. Por el enamoramiento, sí. Porque si estás a 180 latidos por minuto, tienes la boca seca, sudor frío, impaciencia y temblores, o estás enamorado o estás cazando. Y para nosotros, sinceramente, es prácticamente lo mismo.

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