No están ahí. Ningún vestigio suyo tenemos, pero todos los que hemos nacido en una casa humilde de cazadores los conocemos. Escuchamos sus voces como ecos lejanos, contándonos historias de monte y luna, de lindes prohibidas y carreras fugitivas. De carne proscrita. De sombras y silencio. Huyendo del hambre o de la ley, lo que llegara primero. Legiones de cazadores que nacieron en la inmensidad de un estrato social que no les otorgaba el derecho a cazar. Porque cazar era un privilegio, y ellos no eran los elegidos.

La caza reposa en multitud de lugares de nuestra historia y nuestra cultura. Está en las cuevas de Altamira, quizá su rastro más puro y antiguo. Está en las paredes del Museo del Prado, en los estantes de la Biblioteca Nacional, en las constelaciones del firmamento y hasta en nuestro código genético. Pero sobre todo, reposa en la memoria ancestral de los cazadores humildes. Un patrimonio etéreo y voluble que se diluye asfixiado por el humo de las ciudades, el sopor del hormigón y los dogmas de nuevas religiones empeñadas en convertir lo natural en pecado.  

Es curioso ver que aquellos que dicen defender a los pobres sean los que quieren volver a prohibir aquello que tantos siglos nos llevó conquistar

La memoria histórica de aquellos que no aparecen en los renglones de los antiguos libros de caza firmados por la realeza o la aristocracia se desvanece como el humo. Corre el riesgo de desaparecer como una mota de polvo en la inmensidad del universo. Y resulta doloroso ver cómo quienes en su día presumieron de defender a los humildes, a los olvidados, hoy cargan su ideología contra aquello que nos permitió sobrevivir cuando nacimos en tiempos más oscuros. Antes de que la revolución francesa transformase el privilegio de cazar en un derecho para los humildes. Estómagos sin memoria. Manos sin callos ni oficio en el arte de agarrarse a la vida midiéndose frente a la naturaleza salvaje. La de verdad. La que pica. La que corta. La que asfixia. La que congela…

Desde Pasos Largos a Shakespeare, el hambre y la necesidad empujaon a legiones de pobres desgraciados a buscar en el monte la proteína necesaria para sobrevivir y sacar adelante a sus camadas, con el silencio cómplice del monte. Es curioso ver que aquellos que dicen defender a los pobres sean los que quieren volver a prohibir aquello que tantos siglos nos llevó conquistar.

Pero hay algo que no saben: en todas las épocas de la historia, por negras que fuesen, siempre se cazó. Y estos nuevos tiempos en los que el wokismo parece empeñado en expulsar a los cazadores del margen izquierdo de la política en la que siempre tuvieron cobijo no podrán con la actividad. No me cabe duda de que la caza social resistirá, como lo hizo siempre. Porque ningún hombre, por arrogante que sea, puede dictar leyes o doctrinas que prohíban la naturaleza. Porque lo natural es ser cazador.