Una encendida polémica está de actualidad en la cofradía de los recechistas de fauna mayor, la de los tiros de larga distancia. Abatir un animal fuera de sus límites de alerta –vista, oído y olfato– plantea un compromiso moral que conmueve de diverso modo al colectivo. Cabe aplicar aquí aquella calificación de la ciudadanía de la postguerra: los hay afectos, desafectos e indiferentes. La mayoría veterana la discute, pues por tradición consideran norma no escrita la inmoralidad de disparar a un animal fuera de los límites de sus instintivas defensas. Otros, en general más jóvenes, en su mayoría nativos tecnológicos, consideran que la disciplina cumple los preceptos deportivos y es consecuencia inevitable de los tiempos. No es interés de esta nota participar de la polémica, sino exponer las razones esgrimidas por unos y por otros. 

Disparar con éxito predecible a más de quinientos metros exige unos conocimientos técnicos y balísticos y un entrenamiento singular excesivos para el cazador medio, cuya vida cinegética discurrirá entre monterías y ganchos a lo sumo adornada con algún rececho nacional donde esta disciplina podría ser innecesaria, aunque siempre podrán surgir situaciones imprevistas –el animal que huye herido, complicación de la orografía, animales extraordinarios, falta de tiempo o de luz…– en las cuales lamentarán carecer de esos conocimientos básicos que permitiría resolver con éxito una situación que se les plantea insoluble.

Cualquier cazador entrenado y con apropiado material será capaz de hacer blanco con regularidad a mucha mayor distancia de la que imagina, resolviendo con eficacia cualquier circunstancia su rango habitual de tiro. El tema, pues, no es tanto lo que uno sea capaz de hacer con su arma sino cuándo, cómo y el propósito con que lo hace. Dicho de otro modo, el conocimiento e instrumental es éticamente neutro, sólo su uso o abuso permitirá calificar su acción cinegética. 

Privarle la vida a un animal es siempre un compromiso moral, pero cuando se decide hacerlo cualquier recurso disponible para facilitar una muerte limpia, rápida e indolora debería ser aceptado por la comunidad. El problema está en dónde poner el límite, pues los desarrollos tecnológicos avanzan a tal velocidad que nos permiten ya ventajas tan inauditas que exigen su reflexión ética.

Entre un arquero y un cazador preparado para disparos a larga distancia  no existe, a priori, diferencia moral, pues la calificación de sus actos no dependerá tanto de su instrumento sino de dónde, cuándo y cómo se toque. El cuchillo, diría Borges en acertada personificación, siempre es carnívoro. El mismo que trocea el pan que nos alimenta puede ser letal en manos de un asesino.

La caza moderna es ya una actividad dogmatizada, regulada por infinitas normativas, unas sugeridas por coacción suave –convicción, tradición, vergüenza…– y otras impuestas por coacción fuerte, es decir, sujetas a derecho y restricciones sancionables –orden de vedas, especies y espacios protegidos, limitaciones técnicas…–. Es aquí donde el sentido común debe buscar consenso, analizar la nave de proa y popa y legislar, si procediera, en consecuencia. De momento no hay restricciones alguna para su práctica. De momento.

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