Cuando trato de explicar en qué consiste el desafío Macnab a mis amigos no cazadores o a los que viven fuera del Reino Unido normalmente utilizo el cricket como analogía, un deporte igualmente excéntrico y extraño para los que no lo conocen. ¿Por qué uno estaría tan motivado para llevar a cabo este extraño reto de pescar un salmón a mosca, cobrar un grouse y cazar un ciervo entre el amanecer y el atardecer? Creo que el cricket –también inherentemente británico– tiene una idiosincrasia muy particular: basta fijarse en las series Ashes, una competición que enfrenta a Reino Unido y Australia que dura 25 días, se divide en cinco partidos y se rige por el absurdo método de Duckworth-Lewis para calcular la puntuación con circunstacias como que la lluvia interrumpa el juego. Hay un bonito paralelismo entre ambos, y para mí el desafío Macnab es como mi propio campeonato Ashes.
Tengo una deuda de gratitud con los ríos que me vencieron a lo largo de los años, pues me dieron perspectiva y me enseñaron a respetar el salmón del Atlántico, la más salvaje y difícil de las criaturas de las Islas Británicas. Hablo del Tilt, el Findhorn, el Orchy, el poderoso Tay… hasta que llegó mi oportunidad de enfrentarme con el Thurso, el cauce salmonero más septentrional del Reino Unido continental. Un duelo que no resultó en absoluto nada sencillo.
Es costumbre comenzar con el reto de la pesca, el más voluble de los objetivos del desafío Macnab. La única vez que elegí reordenar el orden había cobrado un ciervo a las 10:00 horas y un par de grouses al mediodía pero, por desgracia, no había conseguido una sola picada en el Orchy, así que la oscuridad cayó y con ella mis esperanzas para ese año. La sal cubrió generosamente mi herida a la mañana siguiente cuando mi amigo más antipático, Gary Tate, enganchó un pez de 12 libras (5,4 kilos) en la misma poza donde terminé la noche anterior.
Primer Asalto: El Salmón
El último septiembre conseguí completar por fin mi primer Macnab. Las condiciones del agua del Thurso eran malas para la pesca de salmón. El río estaba lleno de peces, pero con el caudal muy bajo –no había llovido lo sufienciente desde julio– no mostraban interés por las moscas que habían estado atascadas durante semanas esperando a la primera gota de lluvia y viendo todo lo que se les lanzaba día a día. El primer día estuve en el río a las 06:00 horas y sabía que si iba a suceder sería temprano, en la corta ventana de actividad en la que los peces toman las posiciones principales. Pesqué duro durante seis horas sin descanso. Por la tarde, cuando los rayos del sol caían a plomo sobre el agua, increíblemente saqué un maldito salmón. Cualquier día que pescas un salmón es un gran día, pero este tenía un sabor agridulce. ¡Necesitaba pescarlo a las siete de la mañana, no de la tarde!
A la mañana siguiente, con esperanzas renovadas, cambiamos de dirección para bajar de las pozas hacia el mar. El río estaba repleto de peces, más incluso que el día anterior. El cauce era estrecho como el de un río islandés, y cuando el sol despertó ya había salmones salpicando por todas partes burlándose de mí. Con un optimismo renovado y una palmada en la espalda de Jim Cameron, el ghillie –como se conocía a los guardas de los nobles escoceses–, me dispuse a probar suerte de nuevo. Unos 20 minutos más tarde enganché un salmón. Después de cuatro segundos, se soltó. Creo que nunca había usado un lenguaje soez en la orilla de un río. Muy poco deportivo. Con la adrenalina corriendo por mis frustradas arterias, temblaba más que cuando disparé a un búfalo del Cabo. Casi lo había logrado. Estaba destrozado y me comportaba como mi hija Skye de tres años, con el labio inferior fuera de lugar. Jim me dijo que me calmara y que fuera a la poza superior usando su mosca tradicional.
A las 08:00 horas, balanceando un doble Willie Gun, la línea se tensó y mi antiguo carrete Hardy Perfect de 1910 se puso en acción –si conoces ese sonido, sabrás por qué pesco con él–. Jugué con cautela, palmeé y saqué un fresco salmón de cuatro gloriosas libras –algo menos de dos kilos– que debía de haberse colado en la poza al amparo de la oscuridad a pesar del escaso caudal. ¡El Macnab estaba en marcha! Para aquellos que cuestionan mi decisión de sacar ese pez, el Thurso disfruta de un excedente sostenible de salmón con un límite de dos capturas por pescador. Esta se ajustaba a mi ética y era, en efecto, un pez perfecto para llevar a la mesa.
Turno de la escopeta
El cazadero donde intentaría cobrar mi pareja de grouses se encontraba en la finca Dalnawillan y Rumsale, situada a unos 55 kilómetros de John O’Groats, un pueblo situado en el extremo norte de la región tierras altas escocesas considerado como el punto más septentrional de la isla de Gran Bretaña. Se trata de una zona conocida como el país de las corrientes, una gran extensión ondulada de turberas y humedales más plana que gran parte de Escocia, lo que dificulta la aproximación hasta convertir el rececho en todo un arte. Es la mayor extensión pantanosa de Europa y una de las áreas salvajes más remotas del Reino Unido. Con Mark Pirie, mi guía y veterano cazador, trataría de conseguir el segundo objetivo. Aquí, tan al norte, la densidad de grouses es menor que en otras zonas de Escocia, así que no resultaría nada sencillo.
Comenzamos a caminar sobre tierra firme con la colaboración de Flame, un experimentado setter inglés. Tras media hora de paseo a través del brezo se levantó un bando y con reflejos felinos encaré mi Rigby Rising Bite de 1895 en calibre 12. Acerté con el primer disparo y fallé el segundo. Afortunadamente no pasó mucho tiempo antes de que Flame mostrase otro bando y, con algo menos de ansiedad, apreté el gatillo delantero para disparar el cañón derecho. Era todo lo que necesitaba para descolgar al segundo pájaro. Eran las 10:00 horas y aquello prometía.
Cerrando el desafío Macnab
El territorio de los ciervos era totalmente llano, así que tendríamos un largo camino por recorrer. Identificamos un grupo de animales que respondían a nuestros intereses y recechamos a pie durante una hora para después arrastrarnos lentamente aprovechando la cobertura que nos ofrecían las arpilleras de turba y las pequeñas quemas que allí se realizan. Por fin, localizamos una cornamenta sobre unos juncos. La cabeza parecía de un adulto. Perfecto.
El animal estaba encamado y no tenía prisa por moverse. A 140 metros podíamos ver con total claridad su cuerna moviéndose ocasionalmente de un lado a otro. Disfrutaba del sol de la tarde y no se ponía en pie. Tuve que esperar unos agotadores 90 minutos tumbado boca abajo. En mi mente imaginé el disparo una y otra vez… hasta que finalmente se levantó. Estaba más cerca del Macnab que nunca. El venado se puso de pie mirando hacia nosotros y ofreciendo un disparo poco fiable. Luego se giró ofreciendo su costado. Recorrí su pata delantera con la retícula del visor hasta llegar a una zona vital, tomé aire y apreté el gatillo. El .275 Rigby hizo caer a tan majestuosa bestia sobre sus huellas. No dejaba de pensar que mi Macnab concluyó en la cabecera del cauce en el que había atrapado mi salmón, como si el río fuera un hilo de Ariadna que uniera mis tres objetivos a lo largo del día.
Un sueño hecho realidad
Siento que cada jornada que he pasado en el río con la caña o en el campo con la escopeta o el rifle, desde que lo intenté por primera vez, he estado un día más cerca de completar el Macnab. Tras una década intentando superar tal desafío me he convertido en mucho mejor pescador, tirador y tirador. Y ha sido un viaje maravilloso.
Esa noche, cuando llegué al Ulbster Arms, tanto el personal como los invitados me recibieron con un aplauso en el momento que entraba por la puerta del restaurante. Un aplauso que dediqué a todos los ghillies, ojeadores y guías que han formado parte de esta historia y sin cuyo buen hacer no habría sido posible. Todo deportista comprende la magnitud del logro. No hay trofeo al final de este desafío, sólo satisfacción personal, algo de fanfarronería… y una anécdota para contar delante de una buena cena.