Por Miguel Ángel Bermejo Bonilla

Hay días que parecen diseñados por el mejor guionista. Ese día que tanto se desea a lo largo de la vida y a veces se tiene algo de miedo a que suceda porque luego después ¿qué?… Me refiero al lance de tu vida con ese verraco, ese venado, ese corzaco, que una vez que te ha pasado temes perder la ilusión por seguir cazando y si todavía no te ha pasado te alegras en lo más profundo de tu ser porque llegará cuando el destino quiera. Eso precisamente es lo que me ha sucedido y que deseo narrar como homenaje a mi padre, con el que he tenido la gran suerte de compartir en tantas y tantas jornadas y lances de caza desde que apenas con siete u ocho años le dejaba una nota en la puerta de mi habitación para que me llevara con él cuando se levantara para ir a cazar, hasta esta última qué les voy a contar.

Nos situamos en la temporada de caza, es una de tantas, uno cada vez con más ilusión y siempre aprendiendo de la naturaleza. Segundo día de rececho y después de haber dejado algún corzo más que merecedor de medalla, pero por no terminar tan pronto con el precinto uno lo va alargando en el tiempo, pero estaba escrito que ese día tenía que suceder. Después de un día completo me dirijo al coche para concluir el día, tranquilo y en silencio por la orilla del monte y a veces entre rastrojos, cuando me topé con el corzo de mi vida. Estaba comiendo con una hembra a escasos cincuenta metros de mí. Me oculté detrás de una pequeña encina y estuve unos minutos mirando y volviendo a mirar por el visor, no me lo podía creer, allí donde tantas veces había estado de espera, había un corzo como no había visto nunca, con ocho puntas, un perlado precioso y unas rosetas de campeonato. Después de alguna duda acabé por decidirme, no sin algo de pena porque algo en mi interior me decía que ese momento de la vida que todo cazador espera, llegó sin avisar. ¿Perdería la ilusión después de abatir un animal tan grande?

Disparé una sola vez, no sé si por respeto o por no querer perderme nada, pero el corzo cayó al suelo. El gran semental orgulloso y con algo de esfuerzo se levantó y desapareció entre la espesura del monte. Yo en ese momento pensé que le debía ese respeto de dejarle escoger cómo y donde morir. Estaba anocheciendo y me acerqué al tiro y no encontré el menor rastro ni de sangre, ni de pelo, ni nada de nada y empecé a arrepentirme de no haber hecho un segundo tiro ¿Cómo podía ser tan tonto? Busqué en el sitio por el cual se introdujo en el monte buscando su refugio y tampoco encontré nada. Apenas sin luz tuve que volverme a casa con esa angustia y desesperación, pero con la esperanza en que mañana sería otro día y conseguiría encontrarlo.

El pisteo del corzo

Ni qué decir tiene la noche que pasé, no veía la hora de que amaneciera y para poder ir con los perros y recuperarlo. Pero no por mucho madrugar amanece más temprano. En los primeros minutos del alba ya estaba allí con mis podencos experimentados en estas lides, ellos ya sabían dónde iban en cuanto me vieron.

Primero los llevé donde el corzo había caído, pero ellos no cogían rastro alguno, el rocío mañanero se lo impedía. En ese momento mi desesperación se hizo más notable aún. Después nos dirigimos por el lugar por donde había huido. Los perros cogían el rastro de otros corzos o de alguna liebre, pero el del grandísimo corzo del día anterior, nada. Esa mañana de abril el monte estaba tan húmedo que si había alguna gota de sangre seguramente había desaparecido.

Pasada una hora de búsqueda y con los nervios a flor de piel, volví al pueblo. Como último recurso, pues es mayor, fui a buscar a mi padre, que ya se había levantado y delante de un café caliente le conté lo ocurrido. Él me conoce muy bien y con unas palabras tranquilizadoras, que no me vinieron mal en esos momentos, me aseguró que el animal estaría allí y que lo encontraríamos. Le llevé al sitio donde disparé al corzo, yendo por el terreno como el mejor rastreador indio, empezó a dirigirse al monte.

Hay cosas que se heredan y otras no, qué le vamos hacer. Yo no sabía hasta qué punto me estaba tomando el pelo cuando me decía: «Aquí, se ha tumbado», «por aquí resbaló» o «ha pisado con una pata más que otra». Total, que como mi desesperación seguía aumentando, dejé a mi padre buscando y empecé a buscar por otro lado, con la esperanza de que mi instinto me guiara, pero el animal seguía sin aparecer. De repente, desde la profundidad del monte, escuché que mi padre me llamaba con insistencia con un tono muy serio lo cual me preocupaba y me dejaba con más duda aún. Me dirigí hacia él sin preguntarle nada porque no quería saberlo hasta estar con él. Cuando estaba llegando me dijo:

–     Ahí lo tienes, ¡vaya bicho!

Otra imagen del corzo. © M. A. B.

Una emoción tremenda me embargó sin ni si quiera haber visto al animal aún, solo porque mi padre con sus setenta y nueve años, había encontrado el corzo que yo maté. Despacio, como si no quisiera romper nada, me acerqué a verlo más de cerca. Era precioso, magnífico, el taxidermista posteriormente lo valoró en 176 puntos, yo nunca había cazado nada parecido.

Su padre sufrió un infarto ocular dos semanas después

Todo salió perfecto, mejor de lo que pudiera haber deseado. Ese día el guionista de mi vida hizo su mejor capítulo y mi padre formaba parte de ese momento, qué más podía desear. Dos semanas después mi padre sufrió un infarto ocular, perdiendo casi por completo la visión de un ojo y teniendo el otro muy delicado. Tal vez sea la última vez que pueda disfrutar de su compañía en el campo, el premio fue ese momento, lo vivido, vivido está y esos sentimientos se quedarán en mi alma para siempre cada vez que quiera recordar a mi padre.

La mejor historia de caza en Jara y Sedal será premiada con este magnífico pack Beretta

premio a la mejor historia de caza

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