Hanna Arendt (1906-1975), filósofa judía alemana superviviente del Holocausto, publicó en 1963 una obra titulada Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal donde analiza el juicio al nazi Adolf Eichmann, un gris funcionario militar que sin embargo fue determinante en la organización burocrática del Holocausto judío.

Arendt, que asistió al juicio, sostiene que Eichmann no era un monstruo, probablemente ni siquiera antisemita, sencillamente era un legalista para el que desobedecer órdenes no entraba en sus principios. Arendt llamó a esto la trivialidad del mal. Eichmann alegó en el juicio haber actuado según la moral kantiana del imperativo categórico que en circunstancias de guerra no podía ser otra que obedecer a sus superiores y cumplir con la legalidad vigente.

Arendt dedujo de esto cómo un hombre común puede ser capaz de lo peor cuando la autoridad es injusta y cómo aquélla puede transformar a cualquier mediocre en un imperdonable asesino.

El libro revolucionó los conceptos de obediencia ciega y de la libertad individual y la necesidad de reinterpretar la moral kantiana en su correcto sentido, que no es la de ser un ciego legalista sino actuar como jueces de nuestros actos, obrar en conciencia y asumir sus consecuencias. El legalismo del hombre común, concluye Arendt, puede ser una patología con resultados irreparables para el sujeto y la sociedad.

Muchas de nuestras tierras tienen hoy por ejemplo más milanos que perdices, además de una nutrida representación de zoología carnívora e intocable que hasta no hace mucho llamábamos alimañas y tratábamos como tales.

¿Qué tiene que ver esto con la caza se preguntarán? Resumo con un ejemplo. Vivo en el epicentro mismo de la perdiz: La Mancha. Nuestros fértiles cotos de antaño han sido colonizados por un cardumen de predadores a la que la legislación protege ofreciéndonos febles e ingenuas propuestas de limitación.

Muchas de nuestras tierras tienen hoy por ejemplo más milanos que perdices, además de una nutrida representación de zoología carnívora e intocable que hasta no hace mucho llamábamos alimañas y tratábamos como tales. La legalidad nos permite la paradoja de poder disparar sobre la población residual de perdiz autóctona –prácticamente extinta– mientras defiende con vehemencia toda esa plétora de predadores que diezma por tierra, mar y aire nuestra fauna cinegética.

Es la paradoja de Eichmann: desobedeciendo hubiera sido acusado de traición por sus superiores y fusilado, y por obedecer fue ahorcado el 31 de mayo de 1962. 

La corrección política en la caza se reduce a renunciar a actuar bajo criterios lógicos en la esperanza de obtener la falsa aceptación de una mayoría de ciegos legalistas mientras la población de patirrojas autóctonas sigue su goteo a la baja.

La pollada que sobrevive a la moderna agricultura se enfrenta al impertinente acoso de un cardumen de insaciables predadores protegidos, un holocausto ante el que el cazador legal sólo puede manifestar su triste impotencia.

Para los disidentes más audaces, les recuerdo que la horca de los legalistas está preparada.