La obsesión del activismo animalista por demonizar la alimentación carnívora centra ahora su argumentación en la insostenibilidad ecológica de la actual industria ganadera. Al parecer, sólo una de cada veinticinco calorías que la vaca ingiere llega a nuestro plato, y para tan exiguo rendimiento necesita, como la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación) reconoce, el 25% de la tierra y agua dulce disponible del planeta, con el agravante de ser responsable del 15% de la producción mundial de gases de efecto invernadero –más que todo el transporte mundial junto–. No deja de ser una paradoja que la misma generación humana que fertilizó la tierra con cien millones de cadáveres de su especie en la última gran guerra sea la que, algunas décadas más tarde, se plantee dudas morales por alimentarse con derivados animales.

Dentro de 30 años –dicen– se estima que la población humana superará los 9.000 millones de individuos, por lo que intentar satisfacer la demanda proteica mundial con el actual modelo se plantea como un objetivo descabellado. Aseguran –dicen los técnicos– que para entonces la carne fake, producida con metodologías sostenibles, saludables e incruentas, será la más consumida. La ‘crisis cárnica’ se resolverá en los laboratorios y tendrá una doble vertiente: satisfacer las demandas de la previsible plétora de consumidores y, además, tranquilizar la conciencia de la creciente sensibilidad animalista.

Trampantojos proteicos de los más diversos orígenes –vegetales terrestres, algas, cultivos tisulares, células madre…– están desarrollándose en todos los rincones del planeta. El atento capital huele negocio en este mercado emergente y espera que, junto a los beneficios, llegue además el ‘verde reconocimiento’ de una sociedad tan hipócrita como excedentaria. En 2013 el doctor Mark Post fabricó en Holanda la primera hamburguesa sintética de la historia, indistinguible de la carne real en sabor y textura. A pesar de que su coste de producción ascendió a 300.000 euros, un vigoroso optimismo impera en los inversores de estas nuevas tecnologías como refleja el imparable registro de patentes.

Es claro que la caza moderna –recreativa– no podrá justificarse por su contribución al aporte mundial de proteínas. Además de ser proporcionalmente despreciable, en su contribución al volumen total de consumo resaltarán –si cabe– la incorrección política de su colecta. La inquietud que nos mueve y motivo de esta nota es saber si para entonces –30 años vista– se permitirá, en algún lugar del irreconocible planeta que se nos anuncia inevitable, la posibilidad legal de llevar a nuestras carnívoras bocas otra proteína distinta a la sintética, porque el desprecio social a los consumidores de la carne animal, si para entonces fuera posible, se da por descontado. Espero no tener que vivir en una sociedad que me obligue a resignarme a aceptar la respuesta que supongo… más que nada, por lo que ésta implicaría.