Por Ignacio Contreras
El ingenio y el hambre siempre han ido de la mano. Unas veces el hombre se vale de su inteligencia para conseguir alimento y otras para evitar que ese sustento desaparezca de manos de otro depredador o alimaña. Las trampas, por lo tanto, nacieron con esa doble intención, proporcionar alimento y conservarlo a salvo de intrusos.
Sin lugar a dudas, si volvemos la vista atrás a la historia de la Humanidad, en la escala de intrusismo el lobo está a la cabeza, no sólo por ser el más dañino sino también el más astuto y el único animal salvaje, según cuenta la tradición oral, que es capaz de mantener la mirada al ser humano sin sentir temor. Capturar lobos ha sido pues una de las actividades más complicadas y por otro lado necesarias durante siglos en aquellas comarcas de montaña donde este cánido diezmaba los rebaños.
La montaña de León, y en general toda la Cornisa Cantábrica, ha estado a la vanguardia de los métodos de defensa y ataque loberos. Depuraron una raza de perros capaz de mantener a raya al lobo: el mastín leonés –al que dotaron de carlancas, un collar de pinchos, para maximizar su ventaja frente a su eterno enemigo– e idearon los chorcos, unas complejas trampas capaces de acorralar a este huidizo animal para darle captura.
El chorco, una inmensa trampa en el monte
Los chorcos –o xorcos– se ubicaban en montes querenciosos para este animal, cercanos a núcleos rurales, para facilitar la rápida movilización de los vecinos en caso de alerta por lobo.
Los montes debían cumplir ciertas características orográficas: ser píndeos y estrecharse en su parte baja donde se construía el pozo o chorco, en el que irremisiblemente caería el animal al no encontrar otra escapatoria ante el acoso de los batidores que le empujaban desde la parte alta del monte.
A la salida del valle se construía una empalizada de piedra o madera en forma de embudo que la bestia sólo podía atravesar por una estrecha puerta con una losa encima, que le obligaba a pasar agachado, evitando el salto, para caer por fin al pozo en el que ya no tenía salida ninguna.
Una vez allí, lo habitual era apresarlo vivo para exhibirlo por los pueblos de la comarca, donde los vecinos daban una propina generosa a los choceros por tan peligrosa y provechosa hazaña.
La curiosa historia del chorco de Valdeón
En el leonés valle de Valdeón, entre los pueblos de Cordiñanes y Caín, se localiza el chorco del Monte Corona, posiblemente el mejor conservado y más rico en cuanto a documentación y capturas, pues se ha estado utilizando desde los inicios del siglo XVII hasta prácticamente mediado el siglo XX. Esta estructura, que se construyó sobre la base de una trampa para osos mucho más antigua, está situada en el monte Corona.
Este monte, partido a la mitad por el río Cares, tiene forma de media corona y está delimitado por verticales paredes de granito y algunas risqueras, por lo que ofrece muy pocos escapes para el lobo. Estas posibles salidas, nueve concretamente, eran custodiadas, cada una, por un hombre que, junto a otros dos que cerraban el paso por el propio Cares hacia el desfiladero, eran suficientes para impermeabilizar esta hoyada, evitando que el lobo pasase a otro valle o se perdiese entre los riscos donde era difícil encontrarlo.
Con un estado de conservación impecable, este chorco es actualmente es uno de los reclamos turísticos mas visitados de Picos de Europa, pero su principal valor es el legado etnológico que ha dejado en cuanto a la organización de los vecinos de toda la comarca a la hora de unirse contra el lobo.
Así capturaban nuestros ascentros los lobos vivos
Cada pueblo de Valdeón disponía de un montero que se encargaba de comprobar varias veces a la semana los rastros del lobo a su paso por el monte Corona. Si el montero creía que el paso era reciente procedía a tocar la corneta tres veces. De esta forma se alertaba al pueblo más cercano y éste a su vez hacía sonar las campanas para avisar al resto de pueblos del valle de la presencia del temido cánido.
En un cuarto de hora, todos los vecinos, hombres y mujeres, de Valdeón –menos los de Caín y Santa Marina– dejaban sus tareas, por importantes que fueran, para reunirse en la parte baja de la villa. Allí se pasaba lista y al que no asistiese se le imponía una multa. Un poco más tarde, en una peña ya en el monte Corona, el alcalde volvía a pasar lista y de nuevo se sancionaba a los no presentes.
La multa solía ser económica, aunque hubo variantes tan curiosas como la de quitarle a un vecino la chaqueta durante unos meses, con todo lo que eso implica en un pueblo de alta montaña como los de esta comarca. Después se repartían los puestos y las tareas, y en un corto espacio de tiempo daba comienzo la batida.
Comenzaba la batida
Los primeros en colocarse eran los 11 hombres que guarnecían los escapes naturales del lobo y los seis que ascendían al Cueto Pardo, un promontorio aislado en mitad del monte que servía de cuartel general para avistar al animal, dirigir a los batidores y alertar a los hombres situados en los escapes si se dirigía hacia ellos.
Debían ser, según recoge José Antonio Valverde en su magnífica obra Los lobos de Morla, «hombres de voz fuerte», ya que sus indicaciones debían poder escucharla todos los participantes en la lobada. Ondeaba en ese cueto una bandera de España y los vecinos sólo podían abandonar sus puestos cuando ésta se arriaba.
Mientras los hombres del cueto y los que se situaban en los escapes llegaban a sus puestos, los ‘enramadores’ tapaban el pozo con ramas y arbustos para camuflarlo lo más posible y no despertar los recelos del lobo en el último momento.
Una vez situados todos en sus puestos, los del Cueto Pardo daban comienzo a la faena haciendo sonar un cuerno. Entonces los ‘buscas’, dispuestos en línea, batían ruidosamente el monte para desencamar y empujar al lobo hacia la trampa. La mano se iniciaba en los llanos del margen oeste del río Cares, y transcurría en sentido norte hasta que el río se encajonaba. En ese momento, una segunda mano de ‘buscas’ batía el margen este del río, de norte a sur, obligando al animal a refugiarse en un tupido bosque de robles en el que empezaba la empalizada, que finalmente desembocaba en el chorco.
El lobo llegaba a la empalizada
Una vez dentro de la empalizada, los ‘choceros’ ocultados dentro de pequeños habitáculos o chozos cubiertos con ramas impedían al lobo darse la vuelta. En los tres últimos puestos, los más cercanos al pozo, donde el embudo era más estrecho, los choceros estaban armados de venablos, lanzas, tridentes y chuzos, y no era extraño tener que repeler alguna embestida de la bestia en su afán por darse la vuelta.
Estos tres choceros, que habían de ser corpulentos y arrojados, y el hombre del puesto de Los Cabidos –un escape querencioso para el lobo cerca del desfiladero del Cares– eran los que más peligro corrían, ya que tenían que verse cara a cara con el animal en la mayoría de las ocasiones.
Según José Miguel Guerra ‘Joseín’, uno de los últimos choceros de Soto de Valdeón, había incluso estatutos para designar al hombre del puesto de los cabidos: «algunos puestos eran más peligrosos que otros. El de Los Cabidos, por ejemplo, era considerado de alto riesgo por encontrarse en una escapada natural del lobo. Este puesto estaba reservado para el último casado en el pueblo de Caldevilla, que tenía que evitar que el lobo huyese por ese estrecho paso tocando un cuerno de cabra que pasaba de mano en mano cuando se casaba otro vecino».
El juicio del lobo
Cuando el lobo caía por fin en el chorco era apresado vivo gracias a unas largas horquetas manipuladas desde arriba, y que lo sujetaban al suelo por el cuello y los riñones. Entraba entonces un hombre a ponerle un bozal, que al principio era de ramas de avellano bien trenzadas y que después pasó a ser de hierro por razones de seguridad, pues alguna tarascada se escapaba entre las ramas.
Una vez atado, se procedía a la ceremonia del Juicio al Lobo: al animal se le aplicaba una pena por los desmanes que había ocasionado él o cualquiera de su especie en los pueblos de la comarca. Después la bestia se paseaba viva por los pueblos de la comarca pidiéndose propina, aunque sólo en aquellos municipios que no participaban en la cacería. El dinero recaudado se destinaba para el mantenimiento del chorco y la subvención de la preceptiva fiesta que se montaba alrededor de tan heroica hazaña.