Por Salvador Calvo Muñoz

Querido D. Miguel: ¡cuánto tiempo! Hace ya la friolera de diez años que se fue y nos dejó por aquí, huérfanos de su presencia y de su magisterio. Diez años, que se dice pronto. Claro que muchos más hace desde aquella primera vez en Salamanca, cuando lo conocí. Curso 70-71, creo.

No sé si recordará. A mí me parece estarlo viendo ahora tal cual. Yo había leído, hacía poco, Diario de un cazador, que me había dejado sorprendido y entusiasmado, y de repente, estaba usted allí hablando con mis profesores D. Fernando Lázaro y D. César Real de la Riva.

Un poco insolente, interrumpí su charla y le dije que yo también cazaba, conejos y perdices en los riberos del Tajo. Desde entonces, como usted me indicó, tras cada media veda, y por febrero, le escribía y le contaba mis peripecias. Inexorablemente me contestaba, me animaba y me daba algún consejo. Así tengo ahí, entre las páginas de sus libros, un puñado de cartas suyas, que guardo como un tesoro.

Cuando iba a las codornices

La caza entonces era otra cosa. Usted cazaba, con su cuadrilla, como Dios manda, con piernas, bofes y puntería. Y servidor otro tanto, con perros y pasión, por esos empinados y hostiles riberos de canchos y retamas. Por cierto, ¿recuerda usted cuando iba a las codornices y los patos con Vicente Presa por Villamarciel? ¿Recuerda a D. Rubén García, cuñado de Vicente y médico de Velliza y S. Miguel del Pino? Pues lo veo de vez en cuando y hablo de caza con él, que recuerda nostálgico, sus años en aquellos pagos.

Cómo han cambiado las tornas, D. Miguel, no se puede hacer una idea; aunque supongo que Miguel, Germán, Juan y Adolfo lo tendrán al tanto. Si viera lo que hago ahora seguro que me daba un pescozón, como aquel cariñoso que me dio aquella vez que vino a mi ciudad y estuvimos juntos. Eso fue mucho más reciente y seguro que sí lo recuerda. Estaba usted firmando libros en un salón y llegué yo con El libro de la caza menor. Y recuerdo perfectamente que dijo: «¡Hombre! El estudiante de Salamanca».

Y salimos de allí, fuimos al paseo de Cánovas, echamos un café en un kiosko, paseamos y fumamos un par de cigarros o tres. «Es que yo quiero escribir como usted» le dije. Sonrió, me dio aquel cariñoso pescozón y me dijo «Anda, déjate de imitaciones y busca tu estilo. Sé sencillo y llano, y olvida las monsergas», algo así me recomendó. Y yo ni caso, dicen algunos que soy farragoso y culterano y que no me leen porque les fastidia tirar del diccionario. En fin.

Ah, D. Miguel. Hace poco vi la foto esa de usted en la que sostiene la escopeta y una percha magnífica de codornices. ¿Recuerda sus cazatas veraniegas en pos de la africanita? Sí, sí, tiene usted razón cuando dice que la caza de la codorniz es un pasatiempo para hacer más llevadera la veda; que la que calma el ansia es la perdiz. Desde luego que sí; pero qué ratos tan buenos en aquellos años con las codornices. Yo iba a los regadíos del Alagón, por ahí por Coria, y si llevaba la perra negra aquella de mi señor cura me colgaba una docena en menos que canta un gallo. Y hoy, ni una. ¿Sabe? La última vez que he ido a codornices ha sido por allí arriba, por San Cristóbal de Boedo, en Palencia, con el amigo Carlos Pastor, de Santander, y nos vimos negros para colgar media docena.

Conejos y liebres

¿Conejitos? Ni uno. ¿Recuerda usted en aquellos años, los 70 y 80, que yo le contaba que cada domingo me empiolaba ocho o diez? Bueno, pues aquella bonanza se esfumó y hace ya la tira de años que por estos cazaderos cacereños es raro colgarse un gazapete. Entre todos los matamos y la neumonía acabó con ellos.

Lo que no entendemos, D. Miguel, es por qué en otras provincias hay plétora conejeril y aquí esta penuria. No hay modo de que recuperen sus poblaciones, no señor. ¿Liebres? No sé cómo aguantan esas pobres. Dicen que para la próxima temporada van a prohibir su caza. Unos que sí y otros que no tanto, cuentan que una mixomatosis ha atacado hogaño a las rabonas, y que habrá que pensar en una moratoria.

A mí tanto me da, porque me he propuesto no tirar sobre una liebre ya nunca más. Ya he cazado bastantes. Pero lo siento, y mucho, por esos cazadores veteranos que aún salen cada domingo con su perrito a estirar las piernas y a ver si levantan a la rabona. ¿Comprende, D. Miguel? Naturalmente. Si no usted, a ver quién va a entender de estas cosas.

Que le cuente cómo va lo de las perdices. Es que no sé por dónde empezar. Mire, allá, cuando Maricastaña, o sea en los 70 y 80, yo iba tras los conejos en los zarzales del ribero, pero de vez en cuando volaba la perdiz y colgarse una o un par de ellas era una medalla que daba categoría al morral de cada domingo.

Cuando desapareció el conejo me vine a una cuadrilla (Virgen de Guadalupe) que cazaba en llanos y riberos del Almonte. Ya estábamos en los 90, y liebres y perdices eran el pan de cada domingo. Hubo temporadas realmente gloriosas, no porque cazáramos liebres a montón sino por la perdiz. Muchos domingos cuatro o cinco perdices me colgaba de la canana. Y de las buenas, de las de ribero, que bajan las laderas como proyectiles. Usted bien sabe.

Pero, poco a poco, el manantial fue menguando; quiero decir que la perdiz ha ido sufriendo, en su número, los avances del progreso y la competencia de diversos factores. ¡Qué le voy a contar que usted no sepa, si ya lo decía usted mucho antes de todo esto!

La prole de Miguel Delibes

Bueno, voy a dejar para el final de esta carta lo que hago ahora, para que usted no se me enfade demasiado y no sea que le diga a San Pedro que no me deje entrar a cazar con usted en esas praderas celestiales que usted disfruta ahora. Mire, porque sé que esto le va a gustar: no puede saludar a Ángeles, su amada esposa, que se fue demasiado pronto, pero estoy en contacto con su prole.

Le diré: el primero con el que contacté fue Juan. Entonces estaba usted en Valladolid y él dirigía Trofeo, donde empecé mis escribanías cinegéticas. Con él he estado no sé cuántas veces y compartido mantel y regularmente nos carteamos con estos sistemas modernos. Hice una tesis doctoral sobre el léxico cinegético (a usted lo cito infinidad de veces, claro) y Juan escribió el prólogo. Precisamente, en aquella tesis doctoral, Miguel, su primogénito, fue miembro del tribunal que me calificó. Con Miguel, lo mismo: nos une cordialidad a raudales y mensajes electrónicos de estos de ahora, cada dos por tres.

Las perdices de sus libros

Hace años, me dijo su nieto Miguel Delibes Mateos que la familia hacía la carrera ciclista Sedano–Molledo en agosto y, como yo ando por esas fechas en Santander, he estado con ellos, toda la tropa, compartiendo mantel en el pueblito de su juventud. Y allí, mi hijo Rodrigo (otro ferviente amigo suyo) y yo hemos pegado la hebra con Germán, con Adolfo, con su hija Ángeles y con Camino, amén de nietos y nietas.

Elisa fue una vez a dar una charla en Santander y estuve con ella, y luego en Málaga. ¡Ah, no le he contado lo de Málaga! Hace algún año, Juan me embarcó en unas jornadas sobre la perdiz que organizaron la Universidad de Málaga y la fundación que lleva su nombre. A mí me toco hablar de la perdiz en sus libros. Desde las que se colgaba Lorenzo, con Melecio y Tochano, hasta las del coreché que suena en El Hereje. ¡Para qué repetirle lo de cosas que dije, si usted es el protagonista de todo! Bueno, pues pasamos dos días deliciosos con su familia, Elisa, Ángeles, Isabel, Luis, todos ellos y además otro incondicional delibesiano: Eduardo Coca Vita, ¿lo recuerda? Y Javier Ortega, que entonces era secretario de la fundación y hoy Consejero de Cultura de la Junta de Castilla y León, nada menos.

Yo ando por aquí por mi tierra hablando a unos y otros de caza y literatura e, indefectiblemente, acabo hablando de usted y de sus libros ¿Me permite un secretillo, Don Miguel? Tengo debilidad por un personaje suyo: el Nini. No sé cuántas veces releo sus cosas en Las ratas. Bueno, a lo que iba, con lo de la caza de la perdiz, y ya no lo canso más con mis cuitas: con los años, usted me entiende, ya no tengo las facultades de antaño, y desde hace algunas temporadas asisto a determinadas sueltas. ¡No se enfade, D. Miguel, por favor!

Mire, la primera vez fue en un coto, por ahí por Trujillo, en el que habían soltado no sé cuántas perdices de granja. Yo me puse de puesto y tiré a placer las que me batían otros. Sí, sí, sé que eso no es cazar ni Cristo que lo fundó. Lo que usted dijo hace mucho: «Acabaremos tirándole a gallinas». Pues eso. Aquellas volaban muy bien, pero no era lo mismo, no señor. El ansia que sólo calma abatir una perdiz con todas las de la ley allí no se calmaba. Ni se ha calmado después en las otras sueltas a las que he acudido.

Además, lo que decía su amigo Juan Gualberto El Barbas: «Si para hacer algo hay que esconderse, malo. Eso no está bien». Y con razón. Hombre, no era lo mismo abatir una perdiz de ribero de las de antaño que estas que nos sueltan ahora desde un cerro. Sí, supongo que estará usted indignado con esto que le cuento. No le falta razón; pero sabe muy bien que estos campos, esta caza y este mundo cada vez se parecen menos a aquellos que usted conoció y que yo paladeé un poco. Mire, sólo cuando voy al coto social de mi pueblo vuelvo a ser el cazador joven que fui, porque cazo al salto tras mi bretona Ari. La lástima es que las dos perdices que me cuelgo (¡si me las cuelgo!) las han soltado el día anterior. Esto es lo que tenemos, D. Miguel. Luego, tres o cuatro veces, en temporada, en compañía de seis o siete amigotes, vamos a un coto intensivo; alguien va soltando perdices desde un otero y nosotros dándole al dedo. O sea, que ni me canso ni nada de nada. Al menos estamos en el campo, compartimos el pan y las presas y aliviamos algo la sinrazón de la vida urbana.

Jabalíes y contracaza

Ah, se me olvidaba. ¿Sabe una de las causas del declive de la perdiz auténtica en estos pagos extremeños? Jabalíes hasta en la sopa. Y contracaza a tutiplén. Pero no de cuatro patas, de dos también. Mi hijo, que va a batidas a zorras y cochinos, tiene la pared llena de colmillos de esos bichos. Yo no; yo quiero ser (mejor dicho, haber sido) uno de esos «cazadores que por descontado no son gentecilla de poco más o menos, de esa de leguis charolados y Sarasqueta repetidora, sino cazadores que con arma, perro y bota componen una pieza y se asoman cada domingo a las cárcavas inhóspitas de Renedo o a los mondos tesos de Aguilarejo».

Lo que le dije antaño, querido D. Miguel: «Yo quiero ser y escribir como usted». Por eso copio sus palabras una y otra vez. Un detallito: ¿sabe cómo se llama el perrito nuevo que nos acompaña últimamente? Choc. Usted sabe muy bien por qué le hemos puesto ese nombre. Y me despido, D, Miguel. Ni diez años, ni cien, ni mil. Nunca lo olvidaremos, y ojalá nos encontremos alguna vez por esos Campos del Eliseo para darles unas manos a las perdices celestiales. Un abrazo muy fuerte de su «joven amigo cazador».