Unos rayos de sol se cuelan por la cristalera del porche. El rocío todavía cubre la hierba a la espera que la temperatura cálida de estos primeros días de mayo lo haga desaparecer. El campo escupe primavera a borbotones. Las plegarias al Cielo para que la lluvia regara la tierra han sido escuchadas y la alegría de ganaderos y agricultores va de la mano de los corzos y jabalíes que corretean por los sembrados con sus estómagos saciados de alimento.

Dudo qué dirección tomar al salir de casa. Aunque son horas para recechar, mi cuerpo y alma me piden hacer una espera, me apetece contemplar el campo y ver cómo la luz del sol va matizando los colores que pintan la naturaleza. Al final me decanto por uno de mis enclaves favoritos: la Peña del Águila. Desde allí otearé varios valles donde sé que merodea un corzo escurridizo que ha captado una cámara de fototrampeo.

Con mi .30-06 colgado al hombro y mi fiel braco de Weimar de acompañante, me dirijo a tomar posesión del lugar elegido. Me acomodo -extiendo una manta para que los musgos y líquenes secos que recubren la peña no me traicionen al partirse bajo mí cuerpo- dispuesta a disfrutar del triunvirato del momento: soledad, “silencio” y paisaje, y si la suerte me acompaña poder vivir otro lance cinegético.

© Cristina Clemares

A mis pies se asoma un precipicio de varias decenas de metros por el que transcurre el río Huebra. Lo oigo. Sé que está allí. Pero no lo veo con claridad. Todavía una nieblina cubre, como un manto suave, las aguas que surcan bajo mis pies. Los azulones han debido de notar mi presencia y levantan el vuelo buscando otro remanso del río. Un ir y venir de patos volarán por la orilla durante las dos horas que permanezco allí sentada.

El amanecer ha dejado paso a una mañana soleada y desde mi peña observo el encinar que se abre ante mis ojos. Ni la paleta del mejor pintor sería capaz de crear las múltiples tonalidades de verdes que lucen las copas de los árboles. No hay ninguna igual. Vestidas con su candela muestran un sinfín de matices.

Me entretengo contemplándolas, al tiempo que las vacas con sus brillantes becerros -hace un mes que terminó una exitosa paridera- se abren camino entre los troncos del monte hacia el agua fresca del Huebra, para saciar la sed después de las horas de oscuridad. Agarro los prismáticos y con calma observo a los becerros que juguetean entre ellos, este año están hermosos, algunos de ellos lucen unas narices blancas “chivatas” del desayuno que han degustado hace pocos minutos… Mi correr de las manos con los anteojos se frena en seco: no es una vaca con su ternero lo que las lentes me muestran.

© Cristina Clemares

Allí, entre el ganado, como una más de la orquesta aparece una cochina con un tropel de garrapos: uno, dos, tres…hasta seis. La imagen es de ensueño. Sujeto fuerte a mí perro que se ha enderezado como el mástil de un velero al divisar a la invitada que camina hacia el caozo que tenemos a nuestros pies. No pierdo la esperanza que detrás de ella aparezca su conquistador. Los minutos pasan mientras vacas y piara deambulan a sus anchas a las orillas del río, sin que el deseado galán aparezca a hacerle una visita. Ha llegado la hora de esconder a sus crías y entre jaramagos y chupamieles recoge a su tropa para llevarlos a un lugar seguro hasta que vuelvan las tinieblas y con ellas las correrías de sus jabatos.

El sol empieza a calentar y la hora de finalizar la espera se acerca sin que el corzo haya hecho su presencia. Recorro el valle de mi izquierda y no hay rastro de él, y cuando ya he terminado de escudriñarlo, como si de magia se tratara, aparece en su cabecera la silueta del duende.

Ahí está. Comiendo plácidamente los brotes tiernos del raigrás, ajeno a mí presencia. Otro momento sublime de contemplación que me brinda la mañana.

Sin prisa. Lentamente. Cojo los prismáticos para prolongar mi vista y así apreciar su cuerna con nitidez. No es el corzo esperado. Solo cinco puntas adornan su cabeza que le concederán el indulto y el gozar de otras cuatro estaciones más. Otro deleite para mi vista que me regala la naturaleza. ¿Será el último de la mañana?

No. Otro presente me aguardaba. No habrían pasado quince minutos cuando el perro se pone en alerta. Fijo la vista al lugar que me indica su mirada y veo como una zorra friolera se tumba en una peña para que los rayos solares calienten su cuerpo. La contemplo un tiempo admirada ante su belleza y cuando me parece suficiente, despacito, me tumbo para no errar el tiro y darle caza a ese depredador tan dañino para los corcinos, huéspedes de estos lares, lentos todavía en su huida.

Silbo. Se pone en pie sin saber que ocurre a su alrededor, mira, pero no ve nada. Está parada y su cuerpo metido en la cruceta del visor. El perro nervioso, hasta la locura, esperando el disparo para correr hacia ella, su presa. Y… ¡mi dedo no obedece! ¿Qué me pasa? El gatillo no se mueve. No sé qué ha sucedido. Sí, sí que lo sé: en mi interior un grito me dice que no quebrante, como si de un sacrilegio se tratara, la armonía de esa mañana, y ante el asombro de mi can dejo que se marche, a un trote sereno, hacia su guarida.

Una mañana romántica la que he vivido. Tres lances cinegéticos con un final perfecto, en los que las balas se han quedado en la recámara de mi rifle. Un gran día de caza.