Hace tiempo alertamos de que la Dirección General de Derechos de los Animales no es más que la institucionalización de la ideología animalista. Un organismo creado por accidente para garantizar la supervivencia de un proyecto de Gobierno que, lejos de buscar un pilar de apoyo que lo sostenga por el centro, ha decidido apoyarse en los extremos. Y fruto de ese oportunismo político alejado de los grises de la mayoría centrada, ha nacido un monstruo que representa a una minoría fanática y profundamente radical que ya ha dejado ver su carácter inquisidor en varias ocasiones. Y que quiere hacer de su doctrina, ley.

Podría parecer que lo peor de la existencia de la organización que dirige Sergio García Torres es su carencia de sentido de Estado, si no fuera porque el organismo en sí carece de sentido. Todo en él es un enorme desatino difícil de explicar a los millones de contribuyentes que cada día madrugamos para trabajar y dejar que la Agencia Tributaria nos desangre. Porque los 4,6 millones de euros que nos ha costado este año semejante desatino –incluidos los 80.000 euros de sueldo del director– no caen de los árboles: salen del sudor de nuestras frentes, de nuestro IRPF o de cualquiera de las crecientes cargas impositivas que nos imponen.

El verbo prohibir aparece hasta en 35 ocasiones en el Anteproyecto de Ley de Protección y Derechos de los Animales presentado por el Gobierno

Un despilfarro que ha sido destinado a hacer realidad el Mein Kampf de García Torres, un director general colocado a dedo y cuyo mayor mérito laboral ha sido gestionar las redes sociales de los círculos animalistas de Unidas Podemos, redes desde las cuales se alimenta el discurso de odio a ganaderos, cazadores y todo lo que indique la herencia de Richard D. Ryder. Sí, el hombre que quiere que todos los dueños de mascotas hagamos un cursillo antes de tenerlas y que gestiona un presupuesto millonario de nuestro dinero tiene la misma titulación universitaria que tu perro. No es de extrañar, por tanto, la creciente desafección social hacia las instituciones del Estado. Estamos gobernados por el delirio, la ineptitud y el radicalismo. Y lo peor de todo es que la fiesta la pagamos nosotros.

El verbo prohibir es el preferido de toda religión o forma de gobierno despótica que se precie. Por eso aparece hasta en 35 ocasiones en el Anteproyecto de Ley de Protección y Derechos de los Animales presentado. El sometimiento del individuo a los dogmas de la fe vegana es el objetivo último de los profetas del animalismo. Quizá por eso su propuesta se ha convertido en una tremenda chapuza que ha querido confiscar diferentes aspectos de nuestra vida privada en una delirante propuesta que invade competencias de otros ministerios y legislaciones ya vigentes. De paso, ha llevado al mundo rural a levantarse en armas anunciando diferentes movilizaciones. Pero no solo es una amenaza para la libertad de las personas y para nuestras mascotas –nos quieren obligar a castrarlas–, también lo es para para la conservación, la biodiversidad y la salud pública. Por eso la comunidad científica ha invitado al Gobierno a redactarla de nuevo completamente –en sus términos actuales incluso va en contra de las directivas europeas– y los veterinarios la han rechazado de plano al «carecer de rigor científico». Vamos, lo lógico cuando pones una metralleta en manos de un mono.

Aún así, el texto sigue su curso y nada nos garantiza que el Gobierno escuche el clamor popular o la sensatez de la voz de los científicos. Por eso es necesario que nos hagamos escuchar y participemos de todas las iniciativas que podamos para pelear por esos derechos que nos quieren quitar y lanzar un mensaje contundente a esos que, más pronto que tarde, vendrán a mendigar nuestro voto: vamos poner los huevos encima de la mesa, y no van a ser los de nuestros perros.

El profesor Jesús G. Maestro, hablando de los Derechos de los Animales.

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