Valorar con exactitud cualquier especie en el campo es una tarea difícil que se complica aún más si hablamos del corzo (Capreolus capreolus), debido a su pequeño tamaño, lo singular de su trofeo y las diferencias tan sutiles entre unos y otros.
En anteriores ocasiones os hemos explicado cómo calcular su edad antes de apretar el gatillo. En esta ocasión hacemos un breve repaso a tres situaciones típicas en la caza del corzo que inducen a engaño, todas ellas, acompañadas con un lance de caza que las demuestra. Así nos la juega este verdadero maestro del engaño. Y no hablamos por hablar, sino por experiencia propia…
1. Compararlo con el de al lado
Una de las confusiones más habituales a la que nos induce el duende es cuando lo cotejamos con otro ejemplar que lo acompaña. En esa situación perdemos la referencia con otros animales o con las medidas estándar y nos limitamos a comparar ambos trofeos, cayendo casi siempre en un error claro de apreciación.
Es un fallo típico de principio de temporada, durante los meses de abril y mayo, cuando los machos ni muy grandes ni muy pequeños deambulan sin territorio fijo de un monte a otro en busca de un cortijo donde afincarse. Es normal en esta época que los machetes jóvenes soporten la presencia de otro de similares condiciones pastando junto a él sin pudor en cualquier trigo o cebada. Si estás cazando y te encuentras con esta escena, valora sólo al mayor ejemplar: es la única forma de adivinar, con cierto grado de fiabilidad, sus dimensiones reales.
El ejemplo
Principios de mayo, esperando, sentado, a los pies de un pequeño trigal donde durante marzo y abril había localizado un corzo adulto alimentándose. Siempre lo veía desde muy lejos y a última hora de la tarde, lo que me había impedido valorar su trofeo. Sólo sabía que era un adulto con las seis puntas de rigor.
Y allí estaba, con el sol en la nuca y el aire haciéndome llorar cuando de la nada surgieron dos corzas en el centro de la siembra. Rápidamente busqué con los prismáticos a mi macho entre las jaras. Lo vi saliendo en dirección a sus hembras, pero no podía ser él: era joven, de sólo cuatro puntas. ¿Me habría confundido? Estaba seguro de que era adulto.
De pronto, un ronco ladrido y una rápida carrera despejaron la incógnita: allí estaba el que tantas tardes había divisado desde el coche. Se colocó cerca del más joven y comenzó a comer. Su cuello era grueso, su corpulencia duplicaba la de su compañero y su cuerna, unos diez centímetros más larga. Disparé. Al llegar a él descubrí que, en efecto, era un animal adulto… pero ni de lejos el ‘corzaco’ que creía.
2. Dejarse influir por las opiniones de terceros
Es costumbre que tus compañeros de coto, los agricultores o los propios lugareños te cuenten qué corzos han visto en los últimos días, por dónde se mueven, su tamaño… En un altísimo porcentaje de las ocasiones se trata de una información tremendamente valiosa para ponernos sobre la pista de un gran trofeo, pero no siempre es así: son juicios de valor que pueden llevarnos a creer que aquel que sale en aquella esparceta es mayor de lo que es en realidad.
Si vas a esperar a un corzo ‘chivado’ no tengas prisa y acepta toda la información que te llegue de fuera, pero cógela con alfileres para no dejarte sugestionar por lo que te cuentan: seguramente te llevará a error a la hora de valorar tú mismo su trofeo.
El ejemplo:
Aprovechando la festividad de San Isidro en la era pre-covid, un año fui a cazar al sur de Soria. Aún no tenía un solo macho controlado, así que llegué con tiempo para hablar con Julián, el pastor de la zona. «No he visto mucho movimiento, pero sí uno tremendo: el corzo de tu vida», me aseguró mientras con un palo en la arena dibujaba un mapita para orientarme.
Aquel supuesto ‘orazo’ tenía su cama en un monte de carrascas y con la última luz del día se dejaba ver en un trigo siempre con el culo en el monte. Emocionado, me dirigí a la siembra imaginando al gigante del carrascal. Julián me dijo que siempre le había visto solo: no habría dudas. Salió cuando apenas quedaban diez minutos de luz exactamente por dónde me habían chivado. Con los prismáticos confirmé que era un macho y disparé sin pensarlo.
Cayó como un trapo. Era bonito, más bien largo, un bronce, pero desde luego, no era aquel monstruo que me habían pintado. Aquel día aprendí a no fiarme ni de mi sombra.
3. Tomar la referencia equivocada
Todo en la vida es cuestión de perspectiva, y la caza no va a ser menos. En muchas ocasiones valoramos el trofeo de un corzo en el campo teniendo en cuenta ciertas referencias: por ejemplo, la altura de la oreja o una comparación directa entre el diámetro del ojo y el de la roseta nos ayudan a conocer el tamaño aproximado de su cuerna.
Aún así, realizar un juicio acertado es tarea difícil –no estamos descubriendo nada con esta afirmación–, y más aún cuando se trata de este pequeño cérvido. Nos engañan, hay que asumirlo, aunque en ocasiones puede ser para bien…
El ejemplo:
Estaba siendo un buen año de lluvias y el alimento abundaba en el monte. En estas circunstancias los corzos comen más, están más fuertes y lucen mejores cuernas. Así, y cazando en una zona de tan altísima ‘calidad corcera’ como la provincia de Soria, lo normal era ver trofeos bonitos y de gran tamaño. Con la jara en flor y el cereal bastante crecido llamé a un amigo para que se estrenara en esta modalidad.
La idea: buscar un macho adulto, bonito y bien formado pero no medallable. Me costó decidir el cuartel: quería evitar las zonas por donde se movían los grandes para evitar tentaciones. La tarde era ventosa, así que nos apostamos en una cornisa de pizarra que asomaba a media ladera con vistas a una esparceta muy querenciosa. Nadie había cazado allí en todo el año y desconocía si algún corzo la visitaba.
Nada más sentarnos vimos a una hembra correr tras un zorro, seguramente para alejarle de su corcino. Al poco, y como un fantasma, apareció un macho bajo nuestro balcón. Sin prismáticos pude ver su llamativo trofeo, por encima de los 30 centímetros. Era tan largo que parecía fino, sin un grosor desmesurado. Convencido de que era el animal adecuado le dije a mi colega que disparara. Corrió 80 metros y cayó a los pies de un quejigo. Al llegar a él casi me desmayo: más de 150 puntos, todo un ‘orazo’. Mi amigo me abrazó sin saber que mi objetivo era otro… y que había metido la pata hasta el fondo. Y es que los corzos engañan y mucho.