El trampeo fue, desde la noche de los tiempos, una de las actividades que acrisolan todas esas virtudes que nos definen como humanos y que nos convirtieron en el hombre que hoy somos. En ella confluían el ingenio para urdir un plan de captura, la habilidad para hacerlo posible materialmente, el conocimiento del medio donde ejecutarlo y, finalmente, la capacidad abstracta de predecir los movimientos de unos animales imprevisibles que debían caer en la trampa.

En el oficio había diferentes niveles de dificultad, puesto que no era lo mismo intentar capturar especies consideradas presas, que depredadores. Capturar un conejo podía ser relativamente sencillo, pero tener éxito con lobos, jinetas o linces era otro cantar. Por eso, hasta hace apenas medio siglo, los buenos alimañeros eran reconocidos por la sociedad, venerados por sus vecinos y premiados por el Estado. Eran una suerte de cuerpo de élite rural al servicio de la sociedad cuyo objetivo era erradicar lo que todo el mundo consideraba entonces animales dañinos.

Al mismo tiempo que cesaba la persecución pública de alimañas comenzaba la leyenda negra de los cazadores extintores de animales.

Todo esto cambió a partir de la década de 1970. La sociedad se volvió diferente: más urbana y, por fortuna, más consciente de la necesidad de conservar los ecosistemas y sus especies. Pero al mismo tiempo que cesaba la persecución pública de alimañas comenzaba la leyenda negra de los cazadores extintores de animales.

Al igual que le sucediera a los revisionistas históricos de la pérfida Albión con la gesta española de la conquista de América, el ecologismo subvencionado trató de crear un estigma contra la caza en el imaginario colectivo equiparando a aquellos antiguos profesionales con los cazadores modernos.

Una trampa que a día de hoy sigue explotando de manera rancia y vergonzosa.

Recientemente, la organización anticaza WWF publicaba una nota de prensa en la que aseguraba: «A pesar del crecimiento poblacional del lince ibérico, la especie sigue expuesta a una serie de amenazas que ponen en riesgo su supervivencia, principalmente los atropellos, la caza ilegal y el furtivismo».

Si nos vamos a los datos oficiales en los que se basan para afirmar esto, vemos que en 2023 murieron 189 linces. De ellos, 144 (el 76,19%) fueron atropellados, 10 (5,29%) perecieron por enfermedad y 35 (18,52%) lo hicieron por otras causas. De esos 35 sólo uno (un 0,52% del total) murió por un disparo.

Ninguno de ellos, según el MITECO, pereció de hambre. A pesar de ello, el titular de WWF fue: «La población de lince supera ya los 2.000 ejemplares pero sigue amenazada por atropellos, furtivismo y el descenso de la población de conejo de monte». Como ven, no es lo mismo ser trampero que tramposo.