Al norte de Burgos, a unos siete kilómetros en línea recta de la frontera con la provincia de Álava, se encuentra la comarca de Las Merindades, un lugar de incalculable valor que se levanta ayudado por dos grandes fuerzas de la naturaleza: la Cordillera Cantábrica y el río Ebro. Esta zona es fiel reflejo del paso del tiempo, del legado de la historia.

Templos románicos coronan decenas de villas que durante la Edad Media fueron de vital importancia para la repoblación como núcleo del origen de Castilla. Valles fértiles, barrancos estrechos, montes de robles y encinas y rasos de gran tamaño dan forma a un vergel idóneo para que un animal como el corzo encuentre en ellos los tres pilares fundamentales para su desarrollo y expansión: tranquilidad, comida y agua.

No era mi primera vez en este pequeño paraíso corcero. Hace dos años ya cacé por estos lares. Por eso, cuando Jaime Cuesta me ofreció volver no lo dudé. Es un escenario puramente salvaje en el que la categoría del trofeo queda relegada a un segundo plano. Aquí no se viene a buscar monstruos ni medallas, así que si tu pretensión es abatir el corzo más grande del mundo mi consejo es que des media vuelta. Además, su población en estas tierras, antes disparada, con la aparición de la temida Cephenemyia stimulator se ha reducido en un 70%, por lo que su caza se complica y la gestión se vuelve más decisiva que nunca.

El verde de estas sierras, este año de menor intensidad que de costumbre, es un verde que pide calma y demanda paciencia. Es un monte de roble noble, salpicado de regatos que corren poco ahora pero que cuando lo hacen rodean con arrojo las siembras de trigo y alfalfa, alzando la vida a su paso. Cazar en solitario aquí, sin conocer el terreno, es una quimera. Sólo en compañía de unos ojos entendidos y conocedores de las querencias puedes tener éxito. Y estos ojos son los de Jaime.

Ayuda experta y profesional

© Ángel Vidal.

Jaime Cuesta lleva muchos años pateando estas tierras y las conoce bien. No sólo las tierras, también a quienes las habitan. Con maestría y profesionalidad ha estudiado las poblaciones de corzo y sabe perfectamente qué hacer en cada momento. Las semanas previas al viaje me confirmó que tenía varios machos interesantes localizados y que, si todo iba como debía, podríamos tener alguna oportunidad.

Llegué al lugar de nuestra cita a mediodía, con el tiempo justo para comer algo rápido y encontrarme con él. Después de cumplir con el papeleo pertinente para salir al campo me contó sus planes. Dos semanas antes se había colocado de espera en una alfalfa larga y estrecha que separaba dos montes tupidos. «Ahí salen varias corzas con un macho joven y otro, de seis puntas que creo que ya tiene unos añitos. Ese sería perfecto», me contó mi amigo.

Sobre las 17:00 horas preparamos los archiperres y comenzamos a caminar hacia la zona elegida para el aguardo. Nos sentaríamos en unas piedras al borde de la alfalfa, en la parte alta, a unos 70 metros de la entrada natural de los animales. Fue entonces cuando nos asaltaron las dudas: el viento no paraba de cambiar de dirección.

Es en estos momentos de zozobra donde se ve la profesionalidad de un cazador. Sin titubeos, Jaime puso en marcha el plan B. En lugar de la piedra elegida nos tumbaríamos al raso, justo en la otra punta de la alfalfa. Allí el aire parecía más estable, pero complicaba el lance puesto que la distancia de tiro, en caso de producirse, sería bastante mayor.

A esperar

Eran cerca de las 18:15 horas cuando nos colocamos al pie de la alfalfa de casi dos hectáreas. Cuerpo a tierra, con la mochila como apoyo para el rifle y la sensación constante de que las garrapatas se apoderaban de nosotros, nos dispusimos a esperar. El sol bajaba, las sombras se alargaban y las parejas de torcaces hacían la torre por encima de nuestras cabezas, anunciando la llegada de su celo. En esto un primer corzo dio la cara. Jaime se echó los prismáticos y enseguida lo reconoció: «Es el joven que va con las corzas», me susurró. Era un animal con el cuello delgado, carita de bebé y un trofeo delgado, con ausencia de la luchadera derecha y rosetas diminutas. Debíamos esperar…

Las horas pasaban y la postura era difícil de sobrellevar. Ya no sabía cómo ponerme cuando, pasadas las 21:00 horas, sentí el codo de Jaime en las costillas seguido por susurro de aviso: «¡Ahí está nuestro macho!». A la carrera, y sin perder el tiempo, un corzo salió del monte en dirección al novel. Lo miró y frenó su galopada en seco para ponerse cara a cara. Se detuvo el tiempo justo para juzgarlo.

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Estaba oscuro, pero nos aseguramos de que era el macho buscado: un corzo de seis puntas, con las rosetas bastante caídas y un cuello que, en comparación con el de su rival, parecía de venado de Los Cárpatos. Sin tiempo que perder encaré el Jakele J1, coloqué la retícula iluminada del Zeiss V6 2-12×50 sobre su paleta y esperé órdenes.

«Está a 210 metros. En cuanto se separe un poco del pequeño puedes tirar», musitó entre dientes mi compañero. La delantera del rifle estaba bien apoyada en la mochila mientras que con mi mano izquierda asía la culata para ganar estabilidad. Oprimí el falso gatillo de seguridad del arma y con suavidad, deslicé el índice por el disparador. La bala del .308 impactó algo trasera, pero fue más que suficiente, dejando al animal en el sitio.

© Ángel Vidal.

Llevo cazando corzos toda mi vida. De hecho, es el animal que más veces he cazado y el paseo hasta la pieza me sigue poniendo tan nervioso como la primera vez. Son esos momentos en los que la sensación lógica de felicidad se entremezcla con sentimientos contrarios. Soy un enamorado de esta especie y a veces siento que los quito la vida sin quererlos la muerte. Seguro que más de uno os sentís identificados.

El macho buscado

© Ángel Vidal.

Se echó la noche encima y dejamos el cobro para el día siguiente. Al llegar a él, el ritual de siempre: me gusta contemplarlo sin tocar durante algunos segundos. Mientras tanto compruebo que es el corzo que buscaba y lanzo un recuerdo a mi padre. Es mi maestro y me gusta acordarme de él siempre que cazo uno y no está a mi lado. Unas rosetas de buen porte y caídas confirmaron que se trataba de un ejemplar entrado en años, tal y como había descrito Jaime semanas antes. Una demostración a pie de campo de cómo realizar una gestión es impecable.

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Las cosas de la edad

Para averiguar la edad del animal pedimos a Taxidermia Madrid que preparase su mandíbula inferior, tarea que recayó en manos de uno de los mejores taxidermistas de nuestro país, René Soto. Después pedimos a Javier Iñurrieta, uno de los mayores expertos de la especie, que la analizara: «A primera vista se puede apreciar la asimetría en el desgaste, algo frecuente, mayor en el lado derecho que en el izquierdo. ¿La causa? Quizá algún problema que pudiera haber padecido el animal en la boca, obligándole a ‘cargar’ más el rumen hacia el lado sano. Esto hace más difícil adivinar su edad aproximada, pero me decantaría porque estamos ante un ejemplar de unos cinco o seis años».

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Un rasgo indicativo de la edad de un corzo observable a pie de campo son sus rosetas. En este caso, ambas están caídas. Al limpiar el trofeo descubrimos unos pivotes óseos de buen tamaño, dos signos de un corzo maduro.