A principios del siglo XX, el lince ibérico no era el emblema de conservación que hoy representa. Muy al contrario: estaba oficialmente catalogado como un «animal dañino» y, por tanto, su muerte era incentivada por el propio Estado. Así lo revela el artículo 69 del reglamento del 3 de julio de 1903 para la aplicación de la Ley de Caza, que fijaba precios concretos por abatir especies silvestres como el lobo, el zorro, las rapaces o el propio lince, del que se pagaban 3,75 pesetas por ejemplar.

Este documento, que ha salido a la luz en los últimos años y se ha difundido en redes por su valor histórico, deja claro que fueron las políticas públicas, y no la caza deportiva, las que provocaron el colapso poblacional de muchas especies. Aquel reglamento incentivaba una suerte de exterminio sistemático, gestionado desde los ayuntamientos y con pruebas físicas de las capturas, que incluían colas, orejas o pieles para justificar los pagos.

El lince, víctima de un modelo oficial

En esta lista negra también figuraban animales como el gato montés, el lobo, la garduña o incluso las aves rapaces. Todos ellos considerados enemigos del progreso rural y, sobre todo, del ganado y la caza menor, que era una fuente de alimento y economía doméstica. Matar a un lobo valía 15 pesetas si era macho y 20 si era hembra. Un zorro se pagaba a 7,50 pesetas, pero una hembra alcanzaba las 10. El lince y el gato montés compartían tarifa: 3,75.

Artículo 69 del reglamento de 3 de julio de 1903 para la aplicación de la Ley de Caza.

Este tipo de acciones no respondían a criterios ecológicos, sino económicos. Muchos vecinos se especializaron en el trampeo de estas especies, haciendo del exterminio de fauna salvaje una forma de sustento complementario. En palabras del propio reglamento: «Las personas que persigan y den muerte a los animales dañinos (…) obtendrán (…) las siguientes recompensas».

Lejos del romanticismo que hoy rodea al lince ibérico, en aquel entonces su existencia se percibía como una amenaza. La presión sobre sus poblaciones, alentada desde las administraciones, provocó su desaparición en gran parte del territorio nacional durante el siglo XX.

Lince ibérico.
Lince ibérico. © Shutterstock

De especie perseguida a símbolo de conservación

Hoy, sin embargo, el paradigma ha cambiado. El lince ibérico se ha convertido en una de las grandes historias de éxito de la conservación en Europa, gracias —paradójicamente— al trabajo de muchos cazadores y gestores de fincas privadas. En torno al 90% de los linces se encuentran actualmente en cotos de caza, donde se les protege, se les garantiza alimento y se recupera su hábitat.

Como ha señalado el Instituto de Investigación en Recursos Cinegéticos (IREC), la carroña procedente de la caza es una fuente clave para especies como el lince, que se alimenta sobre todo de conejo. Esta convivencia entre conservación y caza desmonta el relato que durante décadas ha criminalizado al sector cinegético.

En Jaén, sin ir más lejos, la Sociedad de Cazadores «Santiago El Mayor» ha trabajado en los últimos años en la creación de puntos de agua en áreas críticas para el lince. Estas iniciativas se suman a un movimiento generalizado en favor de la biodiversidad liderado por un sector que ha pasado de ser acusado de exterminar al lince a convertirse en uno de sus principales aliados.

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