Cazar es algo innato, un tiempo de libertad y autorrealización, un regreso a la infancia, una terapia. La selección natural, en el proceso en el que nos convertimos en seres humanos, nos inculcó el gusto por capturar animales. Por eso nos produce placer, nos hace felices… ¿Por qué genera todos estos sentimientos? ¿Qué pasa en nuestro cerebro cuando cazamos? Tres expertos de diferentes ciencias responden a la pregunta.
La explicación biológica: «Porque lo llevamos en los genes»
Juan Carranza Doctor en Biología Catedrático del área de Zoología y director de la Cátedra de Recursos Cinegéticos y Piscícolas de la Universidad de Córdoba-Junta de Andalucía, está especializado en comportamiento animal y gestión cinegética.
¿Cómo es posible sentir placer por cazar animales? Nuestra cultura occidental está experimentando un proceso de creciente respeto hacia ellos con normativas cada vez más estrictas con su sufrimiento innecesario. Cada vez más especies silvestres se sienten atraídas por las oportunidades que les ofrece el hábitat humanizado –ciudades– con unos humanos que ya no cargan contra ellas como hace años con piedras, tirachinas o escopetillas de plomos. Sin embargo, dentro de muchos de nosotros coexisten sentimientos encontrados: el placer por cuidarlos… y por perseguirlos para darles caza. ¿Cómo ha surgido esto?
Muchos primates, ancestros nuestros y especies contemporáneas emparentadas con nosotros, basan su dieta en vegetales, pero incluyen proteína animal que consiguen de invertebrados y otros animales a los que deben capturar. Nuestros antepasados homínidos fueron aumentando en su alimentación la presencia de carne –de animales muertos o cazándolos–.
Las evidencias más antiguas de su consumo, en África, se remontan unos 2,6 millones de años: fósiles de grandes mamíferos con marcas de herramientas en sus huesos. Hemos sido cazadores desde el inicio de nuestra existencia y dependido de la carne de las piezas cazadas durante nuestra expansión por todos los continentes en los últimos 100.000 años.
Sólo el comienzo de la agricultura, hace entre 20.000 y 10.000 años, disminuyó paulatinamente la dependencia de la caza, que junto con el sedentarismo son adquisiciones recientes y no universales. De hecho, muchos linajes humanos han llegado hasta nuestros días como cazadores-recolectores.
En busca de la eficacia biológica
Cazar es una actividad energéticamente muy costosa. Depredadores como los grandes felinos cazan presas mayores que ellos mismos cuya persecución, captura e inmovilización implica un gasto de energías que los sitúa al límite de sus posibilidades. El éxito en conseguir comida, para sobrevivir y estar bien nutrido, depende no sólo de las habilidades para perseguir, capturar y matar, sino también del gusto por hacerlo.
La selección natural ha producido el dolor y el placer, con los que el cerebro informa al organismo de que algo es negativo o positivo para su eficacia biológica. Mediante esas sensaciones los genes influyen en el organismo para que haga o no cosas que le favorecen o le perjudican. Por eso un ser vivo arriesgará su vida para reproducirse y así dejar copias de sus genes. Al igual que la competición entre machos por las hembras es arriesgada y costosa energéticamente, la caza supone riesgos y gasto energético para los depredadores.
La selección natural ha hecho que esas actividades produzcan placer para motivar al organismo a aceptar con gusto el riesgo y el esfuerzo. Si vamos de caza no nos cuesta trabajo madrugar, subir pendientes… El corazón late con fuerza por la adrenalina que nos prepara para enfrentarnos a algo que requiere capacidad de reacción intensa y asumir riesgos. La selección natural ha fabricado esto en nosotros… y los sentimientos de empatía hacia los miembros de nuestra familia y grupo social: nos sacrificaríamos por ellos. Son comportamientos opuestos, pero igualmente naturales. La clave que hace que nuestro cerebro, ante otro ser vivo, tienda a cuidarlo o, al contrario, a perseguirlo y cazarlo, radica en que lo identifique como dentro de su propio grupo o fuera de él.
Vida y muerte, un todo
Los indígenas yanomami de las selvas amazónicas de Venezuela y Brasil son cazadores-recolectores. Los hombren suelen ser cazadores y recolectoras las mujeres. A los primeros le gusta la caza, hablan de ella alrededor del fuego. Conseguir alimentos requiere esfuerzo, días enteros persiguiendo, en una selva inmensa con calor, humedad y mosquitos, a grupos de pécaris que se defienden como jabalíes cuando se ven acorralados, a monos que se escabullen en las copas de los árboles avanzando por ellas más rápido que los indios por el suelo… pero disfrutan con ello.
También en toda familia de yanomami hay mascotas que son criadas con parte de su escasa comida e incluso con la propia leche de las mujeres. Esas mascotas no son diferentes de los animales que cazan en la selva, pero a ningún yanomami se le ocurriría jamás hacerles daño: nunca se comen a los animales que crían. Si miramos a nuestro pasado para entender nuestro presente, lo más extraño en el ser humano no es cazar, sino matar y comerse a los animales que él mismo ha criado.
Algo innato al ser humano
Escuchamos que la caza ya no tiene sentido en nuestra sociedad, pues no la necesitamos comer –ahora matamos a los animales de otro modo–, pero eso no impide que a muchos les atraiga la persecución, captura y muerte de animales, que como seres humanos sientan placer en ello. Esta tendencia existe. Podemos potenciarla o reprimirla, pero es natural. Tiene un arraigo más profundo en nosotros que, por ejemplo, el fútbol, lo cual no significa que no se trate de un problema en nuestra sociedad moderna: entender que la selección natural ha hecho que exista el gusto por la caza en el ser humano nos ayudará a entender cómo somos como especie.
¿Por qué cazar da placer?
La explicación se encuentra en la intervención de los centros cerebrales del placer: el núcleo accumbens, el hipocampo, la corteza prefrontal y la amígdala producen neurotransmisores que generan esta sensación y fomentan los comportamientos que la desencadenan. La dopamina es uno de ellos, y resulta crucial en la regulación sináptica –la conexión entre las neuronas– de este circuito de recompensa, generando la sensación de placer. Además, estimula las vías excitadoras en el accumbens, que hace de puente entre el sistema límbico –importantísimo en la regulación de comportamientos somáticos, emocionales y sexuales– y los sistemas motores.
La dopamina predispone al organismo a una estado de alerta y a posibilitar que emerjan emociones y euforia, estimulándonos a la búsqueda del placer. También potencia el deseo sexual: por eso los mamíferos superiores presentan comportamientos agresivos de dominancia y sexualidad. Si disminuye la síntesis de dopamina o su liberación, la consecuencia es la desmotivación y disforia –casos leves– y la depresión y descenso del deseo sexual –severos–. El comportamiento de caza está relacionado con estas sustancias que nos predisponen a la actividad y nos producen, con su liberación, momentos de gran placer. La adicción al sexo atrapa a individuos incapaces de modular sus deseos de satisfacer estas profundas pulsiones: como en otras adicciones, el cerebro está predispuesto al placer y éste, una vez experimentado, nos incita a su búsqueda. Es una vulnerabilidad: los adictos son personas normales que se encuentran con una tentación que la evolución no le ha preparado para combatir. ¿Seremos nosotros adictos a la caza?
La razón antropológica: «Porque nos hizo humanos»
Por Francisco Giner Abati Catedrático de Antropología en la Universidad de Salamanca, doctorado en Filosofía y licenciado en Medicina y Cirugía, ha cursado estudios de Antropología, Etología Humana y Cine Documental y dirigió una serie de 40 documentales sobre culturas de África y Asia.
Los primeros documentos que nos indican que la caza formaba parte de las actividades de subsistencia de los primeros prehomínidos, los Australopithecus, se encuentran en África con una antigüedad de unos tres millones de años. Se han encontrado campamentos con restos de huesos de antílopes y otros mamíferos que habrían sido consumidos por aquellos antiguos cazadores. Es posible que también complementaran la caza con el carroñeo, robándole las piezas a otros depredadores. Algunos australophitecinos evolucionaron hace unos dos millones de años hacia los Homo habilis, y posiblemente la caza fue uno de los factores que contribuyeron al proceso de hominización.
La cultura es antropógena, es decir, contribuye a configurar al ser humano como tal. En este sentido, la caza, como parte de la primera cultura humana con el uso y fabricación de instrumentos, fue determinante en las primeras épocas de la evolución humana y en su misma gestación. Los huesos fósiles de restos culinarios presentan marcas de corte, lo que nos indica que aquellos primeros homínidos ya utilizaban utensilios para cortar la carne. Cuando se empiezan a fabricar instrumentos podemos hablar ya de homínidos y de género Homo: es decir, de seres humanos inteligentes.
La actividad más importante para nuestros ancestros
No podemos saber qué pensaban y sentían los primeros seres humanos, pero algo intuimos en las pinturas rupestres que dejaron en sus cuevas y en los moldes endocraneales a partir de los cráneos fosilizados que conocemos y que nos permiten reconstruir sus estructuras cerebrales, base del comportamiento y las emociones. Del análisis de las pinturas rupestres, muy abundantes en África, como también en Europa y Asia, podemos sacar algunas conclusiones acerca de lo importante que era para nuestros ancestros –cazadores actuales, como los Baka (pigmeos), los Hazda o los Kung (bosquimanos) confirman esta hipótesis–. El grupo se suele representar en actividades de caza, arrojando flechas a bisontes, antílopes… Es decir, tanto el grupo como la caza formaban parte de los valores de aquellos humanos. En Tsodilo (Kalahari, Botswana) pude documentar las pinturas rupestres que nos mostraron los cazadores bosquimanos y que representaban escenas de hombres persiguiendo a elefantes, antílopes, jirafas y leones, entre otros grandes mamíferos. Los cerebros de nuestros ancestros ya presentaban las estructuras base del comportamiento cooperativo y de las emociones, substrato de una actividad como la caza.
La caza, una religión
Siempre me he sentido atraído por los grupos humanos de cazadores en sociedades de pequeña escala, como los Baka pigmeos. En mis convivencia con ellos he sentido la armonía existencial que se puede observar en su experiencia humana: son tranquilos y felices en su convivencia social, con familias de fuertes vínculos y un modo de conseguir el sustento muy gratificante. Posiblemente en nuestra historia evolutiva hemos vivido practicando este tipo de estrategia ecológico-económica durante millones de años.
El cambio ha sido dramático desde hace unos 10.000 años, con la primera revolución cultural que supuso el Neolítico, y especialmente agudo en los últimos 300, con la revolución industrial. Cuando pregunté a uno de mis amigos de esta tribu del al sur de Camerún qué era lo mas importante para él, me dijo sin dudar: «El bosque, no puedo pasar mas de dos o tres días sin ir al bosque». También le pregunté cual era su religión: «La caza», me contestó sin vacilación. La satisfacción que sentían cuando salían de expedición de caza al bosque era evidente. Cuando regresaban con la pieza cobrada el grupo lo festejaba, se cocinaba y repartía la carne y luego cantaban y danzaban en torno al fuego con una alegría y espontaneidad admirables.
Nutricionalmete, la dieta de estas poblaciones es sana y mejor incluso que la de algunas sociedades del primer mundo. Así su salud es buena y no sufren enfermedades crónicas típicas del ‘progreso’, pero lo más llamativo es que tampoco padecen patologías mentales, tan prevalentes en nuestras sociedades avanzadas.
La hipótesis del cazador
Desde hace tiempo, autores hoy ya clásicos como Washburn y Ardrey propusieron la hipótesis de la caza como explicativa de por qué el hombre es hombre… y no un chimpancé. La respuesta de estos teóricos es sencilla: porque durante millones de años de evolución ha tenido que cazar para vivir. Además, la fijación y afición por las armas es otro dato que nos hace sospechar la importancia que históricamente tuvo nuestra actividad cazadora.
Pero nuestra actividad como cazadores no sólo habría engendrado y consolidado los placeres de la caza o nuestra inclinación a las armas: también habría contribuido decisivamente a seleccionar, paralelamente, las adaptaciones para el comportamiento cooperativo: hablamos de cualidades como la lealtad, la responsabilidad y la interdependencia.
La explicación sociológica: «Porque es nuestra identidad»
Por Ramón J. Soria Sociólogo, escritor, bloguero y, sobre todo, cazador y pescador conservacionista, además de colaborador habitual en medios de prensa de naturaleza.
Como gran parte de actividades humanas que en otro tiempo eran o se consideraban trabajo, actividades o prácticas orientadas a lograr un objetivo económico –de subsistencia o de comercio–, la caza se ha convertido y es hoy, en la segunda década del siglo XXI, en una actividad de ocio. Los ciudadanos de los países desarrollados cazamos porque es una práctica de tiempo libre que reporta unos beneficios sociales, físicos y psicológicos bien definidos. El tiempo de ocio, frente al productivo, representa un tiempo de libertad, de autorrealización, de placer que conecta con una identidad que no puede expresarse en el escenario laboral. El ocio, tener tiempo de ocio y los recursos suficientes para poder expresar dicha identidad en cualquier actividad se ha convertido en privilegio y aspiración, cuando no reivindicado, ya desde los remotos tiempos del romántico Paul Lafargue, como un derecho o una aspiración cívica.
Algo más que simple ocio
Eso es la caza hoy, una actividad de ocio como cualquier otra, equiparable en sus variables objetivas a cualquier otra afición, hobby o deporte, ya que precisa el gusto y el interés por practicarlo, las habilidades y aptitudes para ejercerlo con un mínimo éxito, equipo e inversión económica, suficiente tiempo libre, un marco normativo de leyes formales e informales, un entorno social en que dicha práctica sea aprobada o tolerada, un espacio topográfico –y simbólico–, una historia y un soporte teórico y técnico, ético y estético con el que su practicante puede educarse en las praxis de esa actividad. También posee un reflejo económico, produciendo beneficios a la cadena de proveedores, pero ¿nada más? ¿Sólo una actividad asimilable a coleccionar sellos, jugar el tenis o practicar baile de salón? Sí y no. El sociólogo construye y analiza las variables sociales tangibles que le permiten estudiar un fenómeno social, ocupando una posición fundamental aquéllas que tienen que ver con las creencias, ideas y opiniones de los propios ciudadanos, en este caso, cazadores… y no cazadores, ya que las opiniones, ideas y creencias de estos últimos afectan la práctica de la caza. ¿Sabemos qué opinan de ella? ¿O cómo la ven los cazadores, por qué la practican o qué valor le dan como actividad de ocio? No. Tenemos una opinión fragmentada derivada de la mucha información mediática que genera esta actividad pero no una información directa, medida y analizada con métodos y técnicas adecuadas. Sigue pendiente una sociología de la caza en España para dar una respuesta rigurosa y matizada a esas y otras muchas preguntas sin resolver más allá de los tópicos y estereotipos al uso que se usan tanto los anticaza como los cazadores.
La caza es todo esto
Un deporte
Se trata de una actividad cultural elaborada como cualquier otra que requiera un esfuerzo físico, que desplaza, en un campo de juego definido y con unas reglas precisas, lo que pudo ser en otro tiempo la caza alimenticia o la guerra.
Un juego
Es una actividad lúdica que conecta con el juego infantil y las actividades sociales que permiten desconectar de la vida ordinaria, adulta, para volver temporalmente a un estado de infancia mitificada, salvaje pero articulada con un mínimo de reglas.
Una ficción
Una simulación de trabajo o de búsqueda alimenticia, una recuperación placentera y simbólica, sin la angustia del éxito o el fracaso, de lograr el alimento familiar, al igual que la pesca y la recolección de setas, espárragos, caracoles o frutos salvajes.
La recompensa
Cazar tienen también el valor personal y simbólico del logro, la necesidad de sentir la recompensa más primitiva del esfuerzo, la astucia, la experiencia, los conocimientos y prácticas de éxito personal que en las sociedades desarrolladas se encuentran mediatizadas, sublimadas o desplazadas por el trabajo y sus gratificaciones en forma de prestigio, dinero o posición social.
Un instinto
Un reflejo socializado o filtrado por la cultura de una pulsión o inercia inconsciente hacia una actividad que ha configurado nuestro cuerpo y también nuestro pensamiento a lo largo de miles de años de práctica real y simbólica.
Una terapia
Cazar tiene un sentido de necesidad tan terapéutica como caminar o jugar a pelear a través de rituales deportivos.
Una competición
Es la sublimación de una arcaica lucha por la vida que conecta con la necesidad y el gusto por competir e imponerse a la astucia, los instintos y la fortaleza de los animales en un medio salvaje ‘igualador’ y con dos herramientas que no dependen de una organización social sofisticada: la inteligencia y el esfuerzo físico personal o con un grupo de iguales. Las armas se limitan para hacer difícil una actividad de otro modo solo sería un simulacro brutal.
Un teatro
Es la dramatización o simulación de situaciones y escenarios miles de veces vividos durante generaciones de humanos. Una teatralización placentera y activa similar a la escucha o narración de un relato en cualquier soporte –libro, teatro, cine…–. Nos gusta volver a ser actores de un drama que en otro tiempo fue muy real –buscar alimento– y vital, aunque hoy ya no sea necesario.