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Fernando López Mirones es – 03/7/2017 –

Parece imparable. La desertificación mental del individuo en las sociedades avanzadas nunca ha sido tan alarmante como ahora. Los patrones de pensamiento rápido se contagian viralmente a través de conceptos simplistas, irrevocables y enardecedores. El ser humano, que es lo que es por su condición venatoria, se niega a sí mismo acercándose a la autodestrucción. ‘Matar animales’ es una expresión deliberadamente creada para arrasar con la lógica y el conocimiento. Dos términos que, juntos, escandalizan a los bien pensantes por su aparente contradicción.

No importa que uno les explique una y otra vez que los animales matan animales todo el tiempo, ni que la rueda de lo salvaje se sustenta en esa lucha entre la vida y la muerte o que es el motor de la evolución. Desconocen que el paradigma biológico es ecosistémico y se basa en lo mejor para las especies, no para los individuos. El pensamiento animalista, en cambio, contempla una perspectiva individual de un espécimen concreto y lo trata desde un punto de vista emocional, lo humaniza y después generaliza las conclusiones a la especie entera. Este tipo de razonamientos son, por definición, incorrectos y conducen a conclusiones erróneas, constituyendo uno de los mejores ejemplos de sofisma que jamás he visto.

El concepto individuo es irrelevante en zoología, fuera del ámbito de un mero instrumento definible como organismo unitario. Los propios individuos están dispuestos a sacrificarse por lo importante: la transmisión de sus genes, la especie. La supervivencia individual carece de sentido zoológico más allá de la propagación genética. La perspectiva animalista choca de frente con todos los conceptos científicos de la biología no sólo ignorándolos, sino contraponiendo sentimientos a hechos demostrados en la historia de la vida. Un gato, un perro o un león concretos son menos que nada en la perspectiva seria de conservación de la naturaleza.

El propio individuo que tratamos de defender porque es bonito y nos da pena no dudaría en matarnos o sacrificarse si con ello aportara el mínimo beneficio a la propagación de su estirpe o su supervivencia. Se comería a sus propios hijos o devoraría los de una hembra tras lo cual ella, sin rencor alguno, se ofrecería a tener otros con el matador de sus cachorros. El individuo en los animales no humanos es un ítem prescindible en aras de una mejora en supervivencia o reproducción. Hay cientos de ejemplos entre las especies que nos rodean. El desprecio por los cazadores, su cosificación, está llegando a extremos peligrosos, practicado casi siempre por personas que no conocen a uno solo de ellos y que jamás han ido a una cacería, ni siquiera al campo, a observar que no hay nada más natural y sostenible que acechar y nada más artificial, negativo y destructivo que negar la esencia de la vida en la Tierra.

El aceite de palmera de sus bollos y comidas, el coltán de sus aparatos electrónicos y los cultivos de soja, fresas y arándanos arrasan a la naturaleza, pero lo hacen fuera de su vista, por eso no les causan sufrimiento. Al final, la verdadera cuestión no es matar animales o no, sino hacerlo de forma que no se vea. Una persona que, en su escaso tiempo libre, sale al campo a medirse con unas perdices con un arma en la mano, tras pagar todas sus obligaciones y licencias, es, para ellos, el mal personificado. ¡No entienden nada!