El macizo montañoso de Torghar marca la frontera noroeste de Pakistán con su vecina Afganistán. Se encuentra situado en el distrito de Killa Saifullah, al norte de la provincia de Balochistán, en cuya capital, Quetta, aterrizamos tras un vuelo de poco más de una hora, desde Karachi.
18/10/2016 | Alberto Núñez Seoane
La carretera que me llevaría desde la capital hasta el corazón de las montañas Negras, serpenteaba peligrosamente entre casas, tenderetes, gentes y ganado. Un mundo irreal me envolvía, el colorido de autobuses y camiones, pintados hasta el último de sus rincones, aturdía; las mercancías de todo tipo: lo imaginable y lo que no, se movían de un lado para otro en una vorágine que te superaba. Todo expuesto a la vista de las gentes: pedazos de carne, repuestos de automóvil, despojos, bombonas de butano, animales vivos y muertos, recargas para teléfonos móviles, neumáticos, agua… todo.
La capacidad de absorción de mi mente carecía del tiempo necesario para ser capaz de fijar en la retina de mi memoria tanto colorido triste, tantas miradas sin fondo, tanta soledad profunda en medio de un gentío inabarcable… todo tan diferente, distinto, impactante… ¡apasionante!
Tres horas más tarde conocí a Muhammad Paind Khan. Nos esperaba en su casa, camino de las montañas, para ofrecernos té con pastas y unirse a la partida de caza. Él sería el jefe del grupo y, como supe después, además de un gran cazador, miembro del “Grupo de Especialistas en Aprovechamiento Sostenible para Asia Central”, era todo un personaje… en todos, valga la redundancia, los sentidos.
El todo terreno nos llevó, durante cinco horas, por un carril a veces temerario, a veces imposible, hacia tierra de nadie. Atravesamos las montañas Blancas, separadas por un inmenso valle de las montañas Negras, ambas formaciones constituyen el macizo de Torghar, nuestro destino: cuatro mil metros sobre el nivel del mar de Arabia, las tierras del markhor de Souleiman.
La noche, ya bien entrada, nos acompañó hasta que llegamos al que sería nuestro campamento. Una humilde construcción de adobe, un par de catres, una estufa de leña, un agujero en el suelo, para las aguas mayores, y un balde con una jarra para la ducha.
Al día siguiente, muy de mañana, salimos a cazar. Algo menos de una hora en el coche nos llevó hasta el lugar desde el que comenzaríamos, casi todos los días, el ascenso. Fue hora y media el tiempo que estuvimos subiendo hasta el primero de los oteaderos. Primero aprovechando el cauce seco de un arroyo, después trepando, literalmente, por laderas arenosas y escurridizas -con muchas piedras sueltas, que las hacían resbaladizas e inseguras-, afilados riscos y peñas de vértigo.
La semicongelación de la rodilla derecha que sufrí en el Ártico, el peso de mi rifle y la impedimenta –unos 8,5 kilos- hicieron que el ascenso me resultase aún más penoso, aunque como luego pude comprobar, el descenso sería peor.
Desde arriba todo era diferente. La grandeza, abrumaba; la inmensidad, sobrecogía; la insignificancia propia, me estremeció. El aire, azul, que encharca tus pulmones, huele a libertad. El poder de la Naturaleza te obliga a reconducir tu ambición y te permite apenas vislumbrar el universo que se extiende más allá de nuestras mentes diminutas.
Al tiempo, localizamos un grupo de uriales de Afganistán (Ovis orientalis cycloceros), eran cinco, 563 metros los separaban de mi posición, alguien dijo algo y Serkan me tradujo:
-¿Porqué no lo intentas?
-¿Qué, disparar? –respondí-
-Si, puedes probar.
-¿Estás loco, o de broma?, no voy a tirar a esta distancia. Perdona, pero no.
Ahí quedó la cosa, pero a mi me preocupó. Sabía que los tiros podían ser largos, pero no imposibles. Para evitar malos entendidos, hablé con Serkan durante un receso que hicimos para comer algo. Le expliqué que debíamos conocer todos, sin lugar a dudas, cual sería la distancia que podríamos considerar aceptable, para evitar intentos baldíos y pérdidas de tiempo innecesarias. Tras un buen rato de charla, asumí, con cierta preocupación -la verdad-, el entorno de los 350 metros como máximo.
Estuvimos siguiendo a los uriales con los gemelos, hasta que traspusieron fuera de nuestra vista. Subimos, entonces, hasta la cima de la montaña en la que estábamos, la más alta de la zona. Desde allí vimos que el grupo de animales estaba cruzando el carril por el que habíamos llegado en el coche, a 1.353 metros de nosotros en línea recta.
Uno de los guías decidió bajar a por ellos. Emprendimos, entonces, un descenso alocado que nos llevó cuarenta minutos y que casi logra que me saliese el corazón por la boca, los “higadillos” ya los había expulsado durante el ascenso…
Cuando llegamos al lugar en el que los habíamos visto, los óvidos estaban trepando por otra ladera lejana. El resto del día lo pasamos tras la pista del grupo, subiendo y bajando cerros, esperando que los animales se detuviesen en alguno de los valles y poder tener una opción de tiro. Si lo hicieron, nunca lo supimos porque no los volvimos a ver.
Cuando regresamos al coche eran las 18,20, diez horas y diez minutos después de haberlo abandonado, cuando despuntaba el alba.
La mañana siguiente repetimos el mismo procedimiento, pero a mitad del ascenso localizamos unos uriales en las laderas de un impresionante macizo rocoso, inclinado a causa de los movimientos tectónicos, que se erguía majestuoso en dirección contraria a la que nosotros íbamos. Desandamos los últimos veinte minutos y volvimos a subir a otro risco para poder tener a la vista los uriales y controlar sus movimientos.
Comenzó a llover. El viento arreciaba y sentíamos como el frío nos iba calando hasta los huesos. En un recoveco de la montaña, a resguardo del fuerte viento, encendimos una lumbre, hicimos té y comimos algo.
Las horas pasaban. Con la salida del sol entre los nubarrones, paró la lluvia y descabezamos una corta siestecita. Entre tanto, dos ojeadores no perdían de vista a los uriales.
Poco antes de quedarnos sin luz solar, los animales se alejaron de nosotros a través de un valle que nos resultaba inaccesible. No quedaba tiempo más que para tomar el camino de vuelta al campamento, y eso fue lo que hicimos.
Una sopa bien calentita, verduras con un sabor olvidado y el pollo más delicioso que jamás habíamos probado, nos ayudaron a entrar en el catre como angelitos.
El ascenso del día siguiente, a pesar de ser idéntico al del primero, se me hizo bastante más llevadero. Alcanzamos el oteadero que habíamos utilizado en la primera jornada y, a las 8,45 de la mañana, Paind encontró al mismo grupo de uriales que habíamos visto el día anterior. Pastaban tranquilos en un valle situado a los pies de la cima en la que estábamos. El dueño del mejor trofeo de los cuatro, estaba tumbado de espaldas a nosotros, recibiendo el sol de cara.
Medí la distancia: 278 metros. Me acomodé lo mejor que pude y puse la cruz de la mira en la columna del animal. A las 8,55 apreté el gatillo de mi rifle. Había tratado de tener en cuenta la enorme diferencia de altura –no me gustan nada los tiros de arriba hacia abajo- y la distancia. Un disparo así nunca es seguro, pero mi confianza en el arma y en la munición –RWS 8x68S H-Mantel de 187 grains- era total, tan sólo dudaba de mi.
La bala silbó partiendo el aire, el estampido rompió la quietud de las alturas. El urial debió sentir como su columna vertebral se partía en pedazos, una fracción de segundo antes de exhalar, no hubo tiempo para sufrir. Yo, sentí la satisfacción del deber cumplido y la alegría de contar con un nuevo trofeo conseguido con esfuerzo y tesón.
El temprano regreso al campamento nos permitió, tras la “ducha de jarra”, una merecida comida y un paseo relajado por los alrededores, disfrutando, en un atardecer sobrecogedor, de una naturaleza salvaje, auténtica y apasionante. Luego, llegó la noche… tranquila. Mañana sería otro día, ¡el del markhor!
Hay quien cree que “markhor” proviene del lenguaje “Farsi” –un dialecto pérsico-, en el que: “mar” significa, serpiente y “khor”, devorador. La cuestión es que resulta complicado imaginarse a un “markhor” devorando reptiles por esas sierras de Alá, así que lo más probable es que el nombre de nuestro protagonista provenga del “Pushto”, en este dialecto, “mar” quiere decir, serpiente y “akhur”, cuernos, lo que nos llevaría a un animal “con cuernos de forma serpenteante”: el markhor.
El nuevo día nos llevó por distintos derroteros. Salimos del campamento en dirección contraria a la habitual. Comenzamos a subir muy temprano, aún no había amanecido, continuamos el ascenso durante más de dos horas hasta que alcanzamos una vereda que nos llevó a un saliente rocoso al borde de un precipicio espeluznante. Frente a nosotros, a poco más de quinientos metros, se elevaba la montaña vecina, al parecer los markhor solían atravesar por allí, caminando por su ladera, casi por completo vertical, en busca de las escasas hierbas que en esta época del año aún quedaban.
Transcurrido un buen rato, pelados de frío y con los ojos irritados por el viento y el polvo, vimos aparecer cinco markhor por la derecha, caminando por la senda que el guía nos había indicado. Me dijeron que me preparase para tirar cuando estuviesen frente a nosotros y les tuve que recordar que no iba a disparar a quinientos metros, ni a cuatrocientos cincuenta, ni a cuatrocientos tampoco.
Los animales desparecieron por el recodo que limitaba la ladera por la izquierda, entre ellos había un macho precioso… pero fuera de tiro. El guía propuso subir, como no, a un risco desde el que pensaba que podríamos localizar a nuestro grupo, que probablemente estaría pastando al apetecible sol de la mañana. Eso fue lo que hicimos y lo que nos costó unas dos horas entre el descenso parcial que tuvimos que realizar, para volver a subir por otra vertiente hasta nuestro objetivo.
Allí arriba, estuvimos esperando durante todo el resto de la mañana, sin resultado positivo. A media tarde calentamos un poco de té reconfortante, que nos sirvió para ayudar a devorar el rico embutido que los paisanos llevaban en sus macutos. La tarde llegaba a su fin y emprendimos el camino de vuelta hacia el coche. Ni rastro de nuestros animales.
Era sábado, la mañana amaneció espléndida. Las agujetas parecían ir disminuyendo en intensidad. Los golpes, pequeñas heridas y rozaduras que habíamos ido acumulando en nuestros cuerpos durante las jornadas anteriores, se diluían gracias a la intensidad de la caza y a la adaptación de nuestro organismo al entorno.
Regresamos al mismo risco en el que ayer abandonamos la espera. Estuvimos al acecho durante tres o cuatro horas, no lo recuerdo con exactitud, el caso es que al cabo de este tiempo, llegó uno de los pisteadores, nos traía un mensaje: uno de los ojeadores, mandado por Paind para controlar otra zona, había visto los cinco markhor que esperábamos, bastante lejos de donde ahora estábamos.
Bajamos desde nuestra posición hasta el coche, luego hacia el campamento, donde nos informamos bien del lugar exacto en el que se habían localizado los animales. Treinta y cinco minutos en coche, una hora de ascenso, media de gemelos, otra de aguardo, quince minutos más de ascenso, media de espera y… vuelta a desandar lo andado. Tan sólo vimos tres hembras.
El tiempo se iba agotando, los días pasaban y las posibilidades menguaban. Paind me comentó que habría que pensar en la posibilidad de cambiar de campamento, si entre hoy o mañana no conseguíamos nuestro objetivo.
El día comenzó como tantos otros: el mismo recorrido en coche, el ascenso durante más de hora y media hasta el primer puesto de observación, espera y… preparándonos para subir hasta la cima, como habíamos hecho en otras ocasiones, para examinar el valle que discurría por la otra vertiente, pero, esta vez, el guión cambió.
Bari Dad, uno de los encargados de escrutar por todos los rincones en busca de trofeos, se había retirado unos metros para trepar a una peña y echar una visual, quien sabe hacia donde. El caso es que se unió a nosotros cuando ya comenzábamos la subida y nos dijo que cinco markhor caminaban por el fondo del valle… ¡¡hacia nuestra posición!!
Todos nos precipitamos en la dirección que nos había indicado, deteniéndonos para avanzar con cuidado de no hacer ruido y para que no pudiesen notar nuestra presencia, antes de llegar al lugar desde que los podríamos contemplar.
En efecto, caminando muy lentamente por el valle, los animales pasaban muy por debajo de nuestros pies, circundando la pared encima de la cual nos hallábamos.
Uno de los dos guías principales aún insistió en que les disparase desde donde estaba –más de quinientos metros-, pero no me dio tiempo a contestarle, Paind le aclaró taxativamente, una vez más, cual había sido mi decisión al respecto.
Acordamos volver al lugar desde el que habíamos estado observando con los prismáticos a primera hora de la mañana. Si todo transcurría con normalidad, los animales pasarían por debajo y desde allí, la distancia de tiro era inferior a los trescientos metros. Así, pues, lo hicimos.
Cinco minutos después, apareció el primero de los markhor. Pregunté, para asegurarme:
-¿Es ese?
-No -me respondió alguien-
Pude ver al segundo de los animales caminando tranquilo tras el primero. Volví a preguntar:
-¿Ese?
-No, es el que viene detrás. Lo vas a ver en un momento –escuché decir a Paind-
Los markhor iban en fila india. Dada la curvatura de la ladera sobre la que estábamos y mi posición en ella, los animales iban apareciendo en mi campo de visión uno tras otro, conforme se iban incorporando a la zona abierta.
El tercero de los animales apareció: ¡ese era el mío! Noté como el nudo que sentía en mi garganta, se iba haciendo más y más grande, más y más tenso, más y más áspero.
Medí la distancia: 287 metros. Me encaré el rifle, una, dos, tres, cuatro veces… no encontraba una postura cómoda. Lo abrupto del terreno, las piedras afiladas, los hierbajos secos… ¡que se yo!, todo me impedía colocarme debidamente.
El markhor caminaba, se detenía, volvía a caminar, de nuevo se paraba… Yo, no tenía todo el tiempo del mundo, en unos minutos se esfumaría la posibilidad de tirar, salvo que el animal se detuviese, claro. Pero no debía confiar en esa eventualidad.
Me volví a encarar el rifle, una vez… dos… ¡ahora sí! Puse la cruz de la mira en la zona alta del codillo, pero… lo pensé mejor y rectifiqué, las posibilidades de fallar eran muy altas dado que el animal andaba y se detenía continuamente. Fijé entonces la cruz en el centro del cuerpo del markhor, un palmo hacia delante, sabía que si acertaba, la munición que llevaba tenía velocidad, penetración y energía sobradas para poder parar al animal.
Todo sucedió muy rápido. No creo que pasasen más de dos segundos entre mi idea de rectificar el tiro y el momento en el que el estallido del disparo me sorprendió.
Pasaron otros dos segundos más, hasta que escuché como todos los que me acompañaban explotaban en un griterío de júbilo y felicitaciones mutuas.
Me volví hacia Susana, las lágrimas bañaban sus ojos lindos y grandes. El nudo que se había deshecho en mi garganta momentos atrás, se volvió a anudar aún con más fuerza, y lloré. Lloré de emoción y de alegría, lloré por romper con la tensión contenida, por haber cumplido un sueño, por no haber defraudado a las catorce personas que me acompañaban y haber hecho que su trabajo mereciese la pena. Lloré, en fin, porque estaba en la cima de las Montañas Negras, con Pakistán a un lado y Afganistán al otro y, a mis pies, yacía uno de los trofeos más hermosos que jamás había tenido el orgullo de cazar: el Markhor de Souleiman.