Fernando López Mirones – 28/9/2016 –
El aire de Lamar es dulce porque el río pasa despacio sobre las piedras, acariciándolas apenas. Ellos están aquí, y venimos a filmarlos. La gran manada mató ayer junto al bosque, por eso hoy deberían seguir cerca, ahítos de carne fresca, contentos y juntos. Los bisontes que pastan junto a nosotros ni siquiera nos miran, sus testas enormes no temen a nada. Son
la esencia misma de la nobleza.
Un lobo negro, muy grande, es el líder de la manada de Druid Peak. Campea junto a más de una decena de sus hijos crecidos y dos hembras dominantes.
Atravesamos los pastos rubios del valle abierto a cuyos lados los abetos oscurecen las laderas hasta llegar a las mesetas que flanquean el conjunto. En el suelo, huellas de lobo entre la madera fosilizada de bosques arcaicos y heces con trozos de los huesos pulverizados de sus víctimas. De pronto un coro terrible hiela la sangre, la nuestra y la de cualquier mamífero de un tamaño comprendido entre el ratón y el alce. El aire, ahora sí, se atraganta y pica; hasta las hojas dejan de chasquear cuando veintidós lobos aúllan a la vez. El primer impulso es quedarnos inmóviles, pero al instante algo nos recuerda que estamos ahí, con ellos, tal vez más cerca de lo que desearíamos.
Un escalofrío ancestral recorre mi espinazo: ¿quién es hoy el cazador y quién la presa? El sol casi se ha ido. Entonces, mientras todo se vuelve gris, es cuando los perros negros de Lamar se sienten a gusto. Es la hora del lobo.
–¡Corren! ¡Están corriendo… hacia aquí!
Con la boca abierta y la lengua balanceándose como un trozo de carne muerta, un gran lobo gris galopa con la mirada fija en mí. Al momento una docena de manchones negros suben y bajan entre las artemisas. No hay duda, más de veinte individuos siguen al primero. Sin mover un músculo vemos cómo la jauría se acerca. Por un momento nos sentimos como el alce viejo, como el bisonte herido, igual que el wapití que sabe lo que le espera.
Repentinamente el lobo grande frena en seco y se queda mirándonos con las orejas muy rectas. Mueve su cabezota de un lado a otro para apreciarnos mejor. Olemos a miedo. Los de atrás imitan cada movimiento de la hembra alfa, que es madre de varios de ellos. Ella corta el viento y mira a su derecha. A unos doscientos metros, cincuenta y cinco kilos de lobo negro destacan incluso en la penumbra del ocaso. El líder es todo sombra salvo sus ojos, dos agujeros rasgados y amarillos, dos trozos de furia rodeados por las cicatrices de mil lances victoriosos.
Tiene cinco años y los biólogos de yellowstone lo llaman Veintiuno. Su madre fue la célebre Número Diez, que llegó junto con otros ejemplares en camión desde Canadá en 1985 para ser reintroducidos en este Parque Nacional. Número Diez consiguió matar bisontes y enseñó a sus hijos a elegir a los heridos y viejos, a seguirlos durante días a través de los páramos helados para acabar mojando sus caras en la sangre tibia del coloso recién abatido. Veintiuno aprendió con ella a apreciar el sabor amargo del hígado humeante y la jugosa lengua que sale de una pieza cuando se sabe cómo tirar de ella.
Número Diez era muy negra cuando la soltaron en el Valle de Lamar. Seis años más tarde apareció muerta junto a la estación Mammoth completamente blanca. Para entonces la veterana pionera había llenado Yellowstone de cachorros color noche. Veintiuno es uno de ellos, y cuando su hembra dominante lo mira así sabe que está esperando su decisión acerca de nosotros. Su madre le enseñó a evitar a los monos erguidos con cosas en las manos, de modo que se levanta, gira en redondo y trota en dirección contraria encarando al viento. La manada lo sigue.
Mientras se alejan, Veintiuno frena y nos observa. Por un instante volvemos a sentir ese escalofrío, esa sensación eléctrica que tienen cuantos miran de frente a sus ojos de diablo, lo último que ven las presas antes de que su horizonte se tiña de rojo.