El campo está triste, los pájaros han interrumpido su canto para no romper el silencio que lo envuelve y las encinas, abrigadas con un manto de candela, reflejan las lágrimas que lo embargan.

En Valdemerina se respira melancolía al caminar por sus campos, el señor de esos lares ya no volverá a pisar por ellos. Hasta la primavera es seca este año, como seco está tu cuerpo entre los ladrillos que te cobijan, solo un manto de flores  moradas cubre los cercados de esta tierra que te ha visto crecer. Se ha teñido del color del duelo por respeto al gran hombre que ha partido hacia el cielo.

Me diste el mayor regalo posible: la vida. Una existencia que lleva, en sus espaldas, las alforjas de mis andares por este mundo. No es una carga pesarosa, todo lo contrario: ligera, ya que en ella abundan los tesoros regalados por ti.

Y… ¡qué presente tan magnánimo el haberme aficionado a la caza! Muchos son los que viven esta pasión gracias a unos padres cazadores, pero tú… tú no eras cazador. Fue uno de tus muchos actos de amor y entrega con tus hijos. Viste en ella la enseñanza que podía aportarnos y no dudaste en adentrarnos en ese mundo. A tu lado, en esas jornadas cinegéticas maravillosas fuiste forjando nuestro carácter. Mucho fue el tiempo que pasamos a solas contigo, en coche, camino a tierras extremeñas por esa Ruta de la Plata de finales del S.XX donde el tráfico era denso como la niebla, o en el puesto a la espera de que un ciervo o jabalí hiciera acto de presencia y se pusiera a distancia de tiro. Tu ejemplo esos días de montería era una escuela de aprendizaje donde las risas y el cariño no paraban de manar. Gracias a ti, encontramos en ese mundillo a unos amigos maravillosos que nos siguen acompañando día tras día en los avatares de la vida.

Solamente una vez te vi disparar un arma. Lo recuerdo como si fuera ayer y han pasado más de treinta años. Estábamos cazando zorros en Ituerino y en un momento distendido en el cual nuestras escopetas descansaban en el suelo, un zorro que creía habernos ganado la partida, salió del vival aprovechando nuestra distracción. Cogiste la escopeta con calma, apuntaste y el animal cayó abatido de un disparo certero. Te miramos sorprendidos y con gesto sencillo y ‘chulesco’, sin pronunciar una palabra, nos ‘decías’: «Ahí queda eso».

Y cómo olvidar cuando de niña tiraba a tu vera. Te ponías detrás de mí para que mi espalda reposara en tu pecho y el retroceso no balanceara mi pequeño cuerpo. Así cacé mi primera zorra y no sé quién se alegró más, si tú o yo. Creo que tú.

Disfrutabas de cada lance que te contaba. Pasaban los años y seguías alegrándote cuando te narraba los pormenores de un día exitoso de caza. Me veías contenta y eso te colmaba de felicidad.

Leopoldo Clemares en un herradero.
Leopoldo Clemares en un herradero.

Hace unos días te iba a relatar mi último lance. Te mostré la foto del corzo recechado. La miraste con ternura y satisfacción pero ya no tenías fuerzas para preguntarme cómo había sido la aventura con los duendes del bosque. La muerte ya acariciaba tus entrañas y su guadaña avanzaba lentamente arrebatándote poco a poco el latir de tu corazón.

Papá, ibas a vivir tu lance definitivo. El fin se acercaba… Te enfrentaste a él con fortaleza, valentía y templanza, como ha sido toda tu existencia.  Lo esperaste. Lo dejaste cumplir. Y cuando  estabas preparado –agarrado fuertemente a la mano de la Virgen-  dejaste que se apoderada de tu cuerpo y te llevara a los brazos de Dios Padre. Era el principio de tu eternidad.