Una de las ventajas de coger las vacaciones de verano coincidiendo con la media veda es que al tener tiempo de investigar y quemar gasoil por esos montes de Dios uno suele tener, de cara a la apertura de la general, un croquis mental de dónde se encuentran los bandos de perdices del coto, donde pintan los conejos… Vamos, que uno puede fracasar, pero sabes las zona en la que se ha visto caza, dónde ha criado mejor. Así estaba yo este año de cara a octubre, haciéndome estrategias mentales sobre cómo cazar los primeros días, hasta que todos los planes se me trastocaron una mañana tempranito de primeros de octubre cuando fui al coto a pistear un cochino de esa noche.
Al pasar junto a un labrado vi una mancha azul en el suelo que no podían ser más que torcaces. Cuando levantaron el vuelo estimé que debía de haber varios cientos, y eso que prácticamente estaba amaneciendo y no paraban de seguir entrando y engrosando el pelotón de palomos. Cuando bien avanzada la mañana abandonaron el bancal por su propio pie, sin soliviantarlos, estuve investigando el porqué de aquella concentración de pájaros. Habían sembrado trigo en seco, y el suelo estaba parejo de grano en aquellas 30 o 40 hectáreas. Ni cebando a propósito se consigue un lugar mejor. Madrugué otro par de mañanas por si aquello había sido un espejismo y para controlar su entrada y querencias. Un barranquillo con pinos en mitad del sembrado era donde se concentraban antes de dejarse caer al trigo, por lo que era el sitio perfecto para montar los cimbeles. Mira que me gusta cazar la menor con mis perros, pero de unos años a esta parte no sabría yo decidir qué me entusiasma más, si un buen día de cimbel o uno de caza a muestra.
Cientos de palomas volando
El caso es que la visión de cientos de torcaces entrando y la casi absoluta seguridad de que eran para mí solito me llevó a cargar el maletero de hierros, palomas, redes de camuflajes y todos los apechusques, que no son pocos. En la perrera quedaron mis pobres penitentes, que de tener uso de razón habrían maldecido a aquellos pajarracos desgraciados de pluma insoportable. Al amanecer, puntuales como en días anteriores, comenzaron a aparecer en el cielo, y aunque los primeros venían a dos o tres tiros de escopeta de altura, bastaban un par de aleteos de los cimbeles para que plegasen alas y se dejasen caer sobre mí a tumba abierta. Era su querencia y apenas necesitaban que los animase. Conforme iba abatiendo los colocaba boca abajo junto a los de plástico, y llegó un momento en que casi no hacía falta tirar del hilo porque el bando del suelo se veía desde bien lejos.
No menos de cuatro coches con otros socios del coto pasaron por allí asomando el cuello por la ventanilla a ver si daban con el humo. No los culpo porque la cantidad de tiros que pegué no era normal por aquellos lares y en esas fechas, pero no me hacían en medio del descampado y se alejaban dirección al monte sin coscarse de la película.
Excepto un par de ratos sueltos a la perdiz, todos los fines de semana de octubre y parte de noviembre estuve cimbeleando un poco más aquí o allá pero por la misma zona, porque al no llover hasta mitad del otoño el grano estaba sin germinar y les tiraba más que la bellota, que por otra parte este año no ha abundado en estas carrascas.