Por Jesús M. Martínez

Esta es la historia de la caza de un jabalí. No de un grandioso macareno con deslumbrantes defensas, ni de un colosal vakamulo con 200 kilos de peso, pero sí de un animal astuto, esquivo y precavido. Un animal de batalla, de los que se crían en los cotos sociales de los pueblos pequeños. De los que si sobreviven el primer año a la presión que ejercen sobre ellos los ganchos con los perros, las esperas sin pausa, y la caza al salto, se gradúan en supervivencia, y a partir de ahí, tocar su pelo se convierte en ardua tarea, más aún si pretendes ponerlo a tus pies, con un arco y una flecha bajo la luz de la luna.

Un jabalí de los que te enseñan. De los que te invitan a soñar cada noche con tu próxima espera, y al tiempo te obligan a mejorar como cazador si quieres intentar estar a su altura. Un animal de los que te cazan ellos a ti, y te dan lecciones que nunca se olvidan.

Así fueron los encuentros: la primera flecha

Pocos eran los meses que llevaba en el coto, pero esa inconfundible huella que se marcaba tras las lluvias, en las inmediaciones de mi postura, me aseguraban que un jabalí de buen porte gustaba de mis almendras y maíz.

La primera vez que nos vimos ya estaba el otoño tocando a su fin, y con el frío y el hambre apretando, se plantó ante mí una noche de luna creciente. Supe desde ese primer momento que se trataba del macho que dominaba mi territorio de caza. Su tamaño y las precauciones tomadas antes de dejarse ver en la plaza del cebadero evidenciaban que aquel no era un gorrino cualquiera.

Aquella primera noche le di su tiempo e hice las cosas como se deben hacer. Con calma, sin prisa, dejando que comiese y se tranquilizase antes si quiera de tomar mi arco en las manos. Pasados los minutos llegaba el momento de intentar ejecutar el lance, pero tras el primer destello de luz roja de  mi linterna, el animal huyó exaltado a las sombras de la zona sucia que bordeaban el cebadero.  Tanto tiempo estuvo él sin hacer ni un ruido, como yo sin mover ni uno solo de mis músculos, hasta que una vez creyó que estaba solo, se dejó ver de nuevo.

Su tensión era evidente, y aunque apenas nos separaban quince metros de distancia, se me hacía un lance difícil. Abrí el arco y apunté al estirado bulto, que partía las almendras con tanta suavidad como miedo. Mi intención era hacer un tiro rápido. Fogonazo y flecha todo en uno, pero su escuela era mayor que la mía, y cuando mi primera flecha llegó a su destino, quien la debía recibir ya se encontraba a varios metros de distancia.  Esa noche él aprendió que alguien lo acechaba en aquellas oscuras pinadas, y yo, que tenía un duro rival por delante.

Segunda flecha

Igual que la caza con arco tiene grandes desventajas frente a las armas de fuego, también tiene sus virtudes, y sin duda, la ausencia de estruendo tras el lance es la mejor de todas. La mayoría de las veces los animales se asustan sin saber que ha sucedido, y no demoran su vuelta a los cebos como cuando se erra con un rifle o escopeta.

Para el segundo asalto, ya pasados unos meses desde el primero, y sabedor de que mi contrincante padecía de fotofobia aguda, me subí al carro de la tecnología. La realidad es que la visión nocturna y térmica, las linternas infrarrojas, y los láser invisibles no solo se montan en armas de fuego. No estaba yo muy convencido del atajo que había decidido tomar para conseguir mi objetivo, pero me costaba mucho tener ocasión para ir de caza, y lo tomé como un intento de optimizar mi tiempo.

Fue muy bonito ver a aquel precioso jabalí comer almendras y maíz a través del monocular nocturno ajeno a mi presencia,  pero la observación es una cosa, y la caza con estos chismes otra bien distinta (al  menos para mí), así que cuando alineé aquellos elementos de puntería invisibles y todo parecía estar listo, el suido, algo debió captar, pues comenzó a alejarse lentamente… y la segunda flecha, se estrelló de nuevo contra el suelo.

Al llegar a casa desmonté la juguetería paramilitar de mi arco, y me dije a mi mismo que esa no era la caza que yo quería hacer.

Tercera flecha

Tras la primavera siempre llega el verano, y con él las siembras y una abundante comida natural. Mi estrategia para el estío consistió en cebar unos pequeños bancales, próximos al cebadero, durante bastante tiempo como si de un cultivo de trigo se tratase. Mimé aquella pequeña zona durante semanas con continuos sacos de grano, de los que muchos y variados habitantes del monte disfrutaron. Una calurosa tarde  del mes de junio, a ras de suelo, bajo la sombra de un olivo, me dispuse a disfrutar del atardecer y a esperar a mi jabalí.

La caza debe estar llenas de continúas sorpresas,  y si no, no es caza. Aquella tarde aún con el sol alto, vi una silueta moverse entre los arbustos colindantes a los bancales.  En un primer momento pensé que se trataría de un zorro o algún primalón hambriento, pero cuando asomó la jeta  aquel cochino a un par de docenas de metros de mí, mis teorías sobre las esperas y los jabalíes una vez más, se desmoronaron por completo. Mi jabalí, el que tanto miedo tenía a la luz, el que me daba cien vueltas y escuchas antes de delatarse en  el cebadero, el que tantas noches me había imaginado, se plantaba confiado y desprotegido ante mi incredulidad, a plena luz del día.

Comenzó su careo por los bancales limpios como si de un cordero pasturando se tratase, hasta que poco a poco se vino a la zona donde yo le esperaba. Ver un animal como ese, ajeno a tu presencia, es una delicia, más aún cuando sabes que el aire está de tu lado y que el momento que tanto tiempo has esperado y trabajado se hace inminente. Catorce metros al mismo nivel, se  suponía un tiro fácil y mortal por necesidad.

La tercera flecha debió poner fin a esta historia, pero  la caza con arco te da tanto como te pide. Y lo que te pide es tiempo para entrenar, tiempo para asegurarte antes de cada jornada de que tu equipo sigue en  estado óptimo, tiempo para que tus escasas oportunidades no se desvanezcan, y ese tiempo, del que durante más de trece años cazando los jabalíes en espera con arco había dispuesto sin objeción, esa temporada se lo había llevado mi pequeña niña recién nacida.

Así que aquella tercera flecha, impactó en la masa muscular que hay por encima de la columna del jabalí, hiriendo al animal sin mayor consecuencia que mi total desolación y desesperación. Un error imperdonable, por no haber hecho los deberes como tocaban, y por exceso de confianza.

Toqué fondo tras lo sucedido, hasta el punto de perder las ganas de volver de caza…. pero no hay mal que cien años dure, y un mes más tarde, tras una tormenta de verano, volví a ver a mi jabalí rondando mi postura. Aquella  jornada  no hubo lance, pero me vine a casa con una sonrisa dibujada en mi cara, sabiendo, que la partida seguía en juego.

La cuarta flecha

El primer aguardo de la temporada actual se hizo esperar por el dichoso virus y la situación que nos tocó vivir a todos.  Hasta bien entrado el mes de junio no llegaron permisos, autorizaciones y condiciones óptimas para encaminarnos hacia el monte con nuestros bártulos. Habían pasado casi dos meses  y medio de la fecha prevista de inicio.  La espera se había hecho larga, pero el día había llegado, y sabedores, mi padre y yo, de que ese inesperado parón que nosotros sufrimos en nuestras casas, el campo lo había agradecido, y la tranquilidad de sus habitantes en estos primeros compases podían traer alguna sorpresa.

Terminaban de sonar las campanadas del cercano pueblo que indicaban las ocho de la tarde, mientras trepaba por las escaleras que daban acceso a mi atalaya en lo alto de un viejo pino.  El aire de levante cumplía su promesa, y el escenario se mostraba idílico para el disfrute.  Un precioso atardecer veraniego, que poco a poco tocaba a su fin entre torcaces buscando dormideros, y mirlos en continúa sonata.

Aún con amplía luz, sobre las nueve, sentí rubor de monte a mi izquierda, en lo más hondo del sucio barranco. Unos sigilosos pasos, y un leve soplido, daban paso a un silencio total. La inequívoca sensación de haber dejado la soledad en aquel pinar, me hacían afinar sentidos y minimizar movimientos. Pero aquel animal o se había marchado con más silencio que llegó, o seguía allí igual que yo, haciendo su espera, inmóvil.

Cayó la noche y cesó la brisa. Enseguida, por mi derecha, por la zona limpia que linda al pinar, el ruido una piara caminando hacia el puesto se evidenciaba. Cualquiera pensaría que en este primer aguardo los jabalíes entrarían confiados a buscar el grano que tanto tiempo llevaban comiendo sin sobresalto alguno, pero nada más lejos de la realidad, su prudencia al acercarse, me recordaba donde estaba cazando. Una rodea completa al comedero, haciendo paradas y escuchas, tomando aires y dándose tiempo, hasta que unos minutos más tarde, por el lado opuesto a su llegada, apareció el primer bulto negro en la plaza.

Al momento un segundo animal, un tercero, y así hasta seis. En unos instantes la plaza se llenó de vida, y los comensales comenzaron a dar cuenta del trigo y maíz dejando su desconfianza de lado.  No quise precipitarme, pues era el primer encuentro de la temporada, y tenía claro que en estos compases es cuando se brindan las mejores oportunidades, así que disfruté de mis visitantes sin intención de tirar a ninguno.

De repente, algo rompió la calma, y los  jabalíes dejaron de comer. Algunos huyeron a las sombras y otros permanecieron inmóviles durante unos instantes. El sonido de un séptimo animal subiendo desde el barranco donde se escucharon los ruidos aún de día, puso a todos en alerta, tanto a los miembros de la piara como a mí.

De la oscuridad emergió el protagonista de esta historia. Su mayor tamaño y la reacción del resto de gorrinos abriendo paso, al tiempo que emitían unos suaves gruñidos, no dejaban lugar a dudas. Era el macho dominante. Se fue al centro de la plaza y los demás le rodeaban sin perderle  la cara. La tensión subía al ritmo de mis agitadas pulsaciones. Trece metros de separación y una nueva oportunidad ante mí.

La luna apenas brillaba, y la penumbra de los pinos ennegrecía más si cabe el escenario. Escasamente se distinguían oscuras siluetas sobre un fondo grisáceo, y tirar sin encender la linterna no era una opción viable.  Así que a sabiendas, de que la luz jugaba en mi contra con este animal, no quedaba otra que darle unos minutos para que se confiase e intentar de nuevo el tiro rápido: fogonazo y flecha todo en uno. Mismo animal, mismo escenario, pero con una diferencia notable respecto a las otras veces, el grupo que lo acompañaba.

El tiempo carece de sentido en momentos como ese, así que cuando creí que era el momento, tomé mi arco y decidí dar un leve chispazo rojo para confirmar que el jabalí estaba en la posición que intuía. Ese primer relámpago fue tan leve que los animales no se inmutaron. De modo que abrí mi arco, encaré al elegido y me encomendé a la diosa fortuna, sabedor de que teníamos cuentas pendientes.

Al dar la luz de mi linterna dispuesto a tirar, el macho se había movido y estaba de frente a mí. Apagué la luz rápidamente, pero esta vez el jabalí sí se asustó y  se dio la vuelta para alejarse caminando del centro de la plaza. Pensé por un instante que todo había vuelto a acabar, pero la caza está llena de sorpresas (… y si no, no es caza). Justo al borde de la zona visible, el animal se giró, y volvió sobre sus pasos.

Yo seguía con el arco abierto, y la cara metida sobre la cuerda. Tenía claro que en el momento que me diese el flanco me la iba a jugar, y cuando su silueta se hizo larga, fijé el pin de mi visor en la zona vital, presioné el pulsador de la linterna, y en menos de un segundo dejé volar la cuarta flecha.

Tras el impacto se produjo la estampida. Afiné el oído todo lo que pude, pero eran demasiados animales bufando y correteando para adivinar por donde marchaba el herido.  Estuvieron un buen rato buscándome de aquí para allá, y cuando desistieron y se alejaron, empezaron las dudas en  mi cabeza.  Había ensayado hasta la saciedad el tiro rápido, pero mi sensación era que la flecha podía haber quedado un poco trasera y alta, pero dentro de la zona de muerte. La dureza de estos animales hace que el más mínimo error se pague bien caro.

Dejé correr el reloj mientras analicé todo mil ochocientas quince veces en mi cabeza. Bajé del pino y encontré la flecha empapada en sangre en medio de la plaza. Me pareció sangre de pulmones la que bañaba el tubo, pero en las plumas, tenía algo parecido a restos estomacales.  Ni en la plaza, ni en las inmediaciones, había ni una sola gota más de sangre.  Me volví a casa con mi padre, para regresar a la mañana siguiente.

El pisteo

Más imágenes de la caza del animal. © J. M.

La noche fue un calvario, y amaneciendo, allí estábamos mi padre, mi perrita Nina, veterana foxterrier con unos cuántos jabalíes a cuestas, y yo. 

Pusimos a la perra en faena, y enseguida salió con el rastro entre la maleza, pero eran muchos los animales que rondaban el cebadero en estos primeros días, y no encontrábamos ni una sola gota de sangre.  Nina se calentaba con los rastros, pero pronto cambiaba de dirección y se perdía. Volvimos a la zona de impacto un par de veces, pero los minutos pasaban y mi nerviosismo se hacía evidente.  Decidimos separarnos y empezar a abrir el círculo para buscar indicios del paso del jabalí herido. El sol se iba levantando y el sudor empapaba nuestra ropa.

Pocas sensaciones son tan agridulces como la de saber que has herido un animal, y no logras encontrarlo. Sabiendo de qué animal se trataba, esta vez esa amargura se multiplicaba por cien.

Dos horas más tarde solo habíamos encontrado una gota de  sangre a escasos quince metros del cebadero. Así que decidimos adentrarnos en la ladera que teníamos de cara a esa dirección. La peinamos de arriba abajo entre chaparros, lentiscos y troncos de pino. Pero no encontramos ni un sola pista que nos diese aliento. Salimos de la maleza y me detuve frente a un talud de tierra que caía hacia el fondo de un sucio reguerón.

Nina estaba junto a mí, y de repente, la veo que se deja caer por la pared de tierra moviendo el rabito hacia la parte más profunda.  Incrédulo, empecé a animarla:…. vamos Nina… Dónde está Nina…

Mi padre que venía unos metros más atrás me escuchó  animarla y no paraba de preguntarme que sucedía. Pero yo no le contestaba, estaba pendiente de la perra, que al llegar al fondo del barranquete, se detiene tras unas matas y me mira. Yo no veo el jabalí, pero la conozco, y sé que lo tenía allí seguro. Me tiré ladera abajo y allí está mi gorrinaco al fin.

El momento fue inolvidable. Todo eran halagos hacia la perra y admiración hacia  animal abatido. Dicen que son las cosas que más cuestan conseguir las que más se valoran, y si este animal tenía tras de sí una historia increíble de caza, el pisteo con mi perrita junto a mi padre, terminaron de encumbrarlo para mí.

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