Por Jerónimo Cuesta (Cinegetics)

Pocos lugares ostentan la magia que atesoran las sierras, valles y regatos de Zamora por los que el emblemático lobo y el venado siguen proclamando su reino noche tras noche. Y es allí, en las tierras perdidas de la alta Sanabria, donde aprendí de furtivos lo poco que sé. Sí, has leído bien, furtivos, y con ello no me refiero a lo que actualmente se entiende por esta palabra. Me refiero a los furtivos de antes, a los ya extintos loberos, los que lo hacían por comer, por defenderse del hambre.

Todo mi respeto y comprensión para cada uno de ellos. Esa gente, algunos ya fallecidos, otros adaptados a tiempos más cómodos, fueron los que me descubrieron algunos de los secretos que el monte puede ofrecernos y cómo leerlo, interpretarlo y, sobre todo, respetarlo. Ya no se dan clases como aquellas, podéis creerme.

Los mejores recuerdos que tengo siempre tienen un patrón común, el vínculo. Para mí, es lo verdaderamente atractivo. Hablo de cuando tu mente se centra en un ejemplar en concreto al que tienes que estudiar con detalle –su zona, costumbres y querencias– hasta que ese duelo te llega a obsesionar por completo. Pasas el día analizando cuál ha sido el error que te hizo fallar en la última tarde y cuál podría ser el de tu animal. La caza por casualidad, y con esto me refiero a la que aparece bajo un golpe de suerte frente a ti, no tiene nada que ver con esto, es otra cosa.

ciervo
Un imponente venado de la Culebra. © AAE

En berrea te sueles centrar en un ejemplar en particular y eso, para mí, es un reto realmente atractivo. Dicho esto, me gustaría contar la historia de un gran venado contra el que perdí la partida, pero gané momentos realmente hermosos en la vida de un cazador.

Un ciervo único: el inicio de una obsesión

La primera vez que me topé con él fue hace algunos años recechando corzos a mediados del mes de julio. Caía la tarde dorando la sierra mientras iba repasando los recovecos más frescos de la ladera a golpe de prismáticos cuando un lomo rojizo detrás de unas escobas llamó mi atención. A los pocos segundos vi aparecer una cornamenta realmente única. No era un monstruo, como algunos estaréis pensando, pero era un ejemplar absolutamente irrepetible pues una de sus cuernas estaba formada por dos largas varas que giraban hacia atrás dibujando una horquilla como dos enormes ganchos; la otra estaba compuesta por ocho puntas bien formadas. Era uno de esos animales que se dan una vez cada muchos años.

Me fui directamente al calendario para saber cuántos días me quedaban para tratar de darle caza en aquel laderón salvaje con una considerable inclinación. Se acababa de crear mi nueva obsesión. Cuando volvía a casa, mientras iba conduciendo imaginaba cómo sería el lance, qué debería hacer cuando volviera, cuáles serían sus querencias, su encame y su careo, por dónde estarían las ciervas en la época de celo… En definitiva, soñaba despierto. Ya estaba cazando.

Llegó septiembre y con la ilusión de un niño en la noche de Reyes emprendí rumbo a lo imprevisible con mi viejo .30-06. Lo busqué durante días, pero no aparecía. En mi cabeza rondaba la idea de que podía haberse desplazado hacia laderas más pobladas tras el olor de las ciervas, pues en aquella zona la densidad de cervuno es más bien baja.

Con la guardia baja

En esas andaba la tarde de un 23 de septiembre cuando, en lo más profundo de un robledal, dos cochinos empezaron a chillar montando una algarabía considerable. Los jabalíes pueden ser los animales más discretos o los más escandalosos, no tienen término medio. El estruendo era tal que una pelota de cuatro ciervas salió de un extremo del robledal para coger altura en dirección a la sierra. Trotaban espantadas cortando las escobas cuando a unos 100 metros por detrás de ellas lo vi aparecer. Poderoso, con los músculos bien marcados, corría tras las hembras que no quería perder. 

ciervo
Un formidable ejemplar de ciervo en plena berrea. © Rubén Báez

Casi se me caen los prismáticos. Me pilló con la guardia baja, sin un apoyo cercano. Busqué la manera de tirar con garantías, pues no me gusta hacerlo sin estar seguro. Este tipo de disparos hieren mucha caza que luego se pierde en el monte y no se aprovecha. Recechando, un lance debe ofrecer unas probabilidades altas de éxito. Si no, es preferible esperar a nuevas oportunidades. Tuve que resignarme a verlo desaparecer entre las últimas peñas del puntal de la sierra para perderse definitivamente. Estos son los días que más enganchan a la caza, no os quepa duda.

El último encuentro con mi venado

Pasaron varios días sin dar con rastro alguno de ciervos hasta que, recechando una mañana de octubre, intenté imitar un berrido esperando que el venado reaccionase desde lo profundo de algún escobal o que alguna cierva asomara la cabeza. Al tercer intento lo vi aparecer. Se asomó por un cerro a unos 360 metros de distancia. Imponente, se detuvo buscando el origen de aquel desafío. Pude disfrutar de la bellísima estampa de aquel precioso animal con un cuello tremendo, hinchado ya por los días de berrea, escudriñando, desconfiado, para tratar de descubrir quién osaba entrometerse en sus dominios.

Rápidamente me volqué hacia el rifle y me tumbé en la peña. Al tratar de meterlo en el visor las primeras luces de la mañana, que incidían directamente en horizontal sobre mí, nublaron mi visión. Los temblores por los nervios complicaban más el momento. Llegué a ver cómo emprendía su marcha hacia un pegote de robles para, acto seguido, verlo de culo volcar el cerro por donde vino. ¡Qué faena! 

Jerónimo Cuesta, preparado para cerrar un lance de berrea. © AAE

Volví a casa haciendo a ese venado más mío que nunca. Estaba tan enamorado de él que no pasaba un día en el que no pensara cuándo podría volver y cómo debería entrar a su zona. Lo busqué día tras día, mañanas y tardes, hasta que, en una fría tarde de finales de octubre, ya con los últimos calores de la berrea, pude verlo a más de un kilómetro mientras se alejaba por un ancho valle al fondo de un tremendo barrancón. Lo vi perderse en lo más profundo del monte, allá por donde el acceso es casi imposible, para no volverlo a ver jamás.

Una muesca en la memoria

Lo he buscado decenas de veces los años posteriores, pero sin resultados. Trato de imaginar cuál habrá sido su destino, y le deseo una vida maravillosa allá por los prados más verdes, escapando de emboscadas de lobos, sorteando las intenciones humanas, en lo más profundo de aquel valle donde se perdió para llevarse algo de mí consigo, pues han pasado diez años y lo recuerdo como si hubiera sido esta misma tarde.

El valor jamás estará en el trofeo sino en las horas de esfuerzo, desvelo y dedicación que se impliquen en la caza. Este venado siempre será para mí uno de los grandes. Así es como la naturaleza va haciendo pequeñas muescas en los recuerdos de un cazador como en la vieja madera de un rifle, donde las marcas y cicatrices dan esa incomparable esencia a vida y aventuras que tanto necesitan los corazones más salvajes.