La caza de predadores no es nueva. Su práctica se remonta a la noche de los tiempos puesto que el hombre, hasta hace apenas unas décadas, siempre ha habitado en la naturaleza, conviviendo y compitiendo por los limitados recursos de la tierra con el resto de animales.

La competencia entre especies siempre ha sido feroz y esto ha planteado tradicionalmente un problema de coexistencia para el que en la antigüedad sólo existía una solución: la muerte del rival, el sacrificio de esa alimaña que llenaba su estómago a costa de vaciar el del hombre o, peor aún, a costa del propio hombre. Por este motivo, lo que hoy conocemos como control de predadores fue durante siglos otra cosa muy diferente.

Podríamos decir sin temor a equivocarnos que antaño esta práctica ni tan si quiera se entendía como una forma de cazar, sino como una necesidad básica, una manera de hacer la guerra a determinados animales considerados nocivos con el objetivo de borrar su presencia de la faz de la tierra.

El lobo: el principal ‘enemigo’ de la época

lobo caza
Lob Ibérico. /Shutterstock

Y de entre todos ellos, siempre hubo uno situado en el punto de mira de todos los hombres, lugares y épocas de la historia: el lobo. Un enemigo tan formidable que obligó a las autoridades a declararle una guerra sin cuartel. Una guerra sucia en la que todo valía con tal de aniquilarlo, como veremos más adelante.

Pero estas alimañas no fueron las únicas odiadas y perseguidas por nobles y villanos. El inventario colectivo creó mitos y leyendas sobre muchas otras y los gobernantes de todas las épocas dictaron leyes para conseguir su exterminio. En algunos casos y en algunas regiones de nuestra geografía, incluso, lo consiguieron. A día de hoy, afortunadamente, todo es muy distinto, y la forma de entender esta práctica no tiene nada que ver con la de antaño. No obstante, hagamos un breve repaso a nuestro pasado para intentar entender mejor nuestro presente.

La primera ley, en 1542

Como hemos dicho, la persecución de alimañas no es nada nuevo. En el siglo XVI los daños que estos animales ocasionaban a los habitantes del reino convirtieron este tema en una cuestión de estado. Por este motivo Carlos I dictó en 1542 la primera ley sobre caza de predadores de la que tenemos referencia –ver recuadro inferior–. Titulada Facultad de los pueblos para ordenar la matanza de lobos, dar premio por cada uno, y hacer sobre ello las ordenanzas convenientes, suponía un importante incentivo para que la población diese muerte al temido cánido.

No hay que olvidar que en esta época la caza estaba muy limitada y prácticamente era un privilegio reservado a la nobleza, pero la casa real no dudó en permitir que cualquier persona participara en batidas y monterías comunales con el objeto de acabar con el lobo. Por tanto nos encontramos con un perfil de alimañero que poco o nada tiene que ver con el de la actualidad, puesto que cualquier habitante podía ejercer este trabajo sin prácticamente ningún tipo de restricción.

Además, esta ley fijó una norma que se mantuvo vigente durante más de 400 años, hasta la última parte del siglo XX: el premio económico a aquellos que mataran una de estas alimañas. Así, este incentivo provocó el nacimiento del alimañero ‘cazarrecompensas’.

Prohíben las batidas comunales

La ley anterior se mantuvo vigente durante más de dos siglos, aunque en 1788 se reglamentó la celebración de las batidas y monterías. Estas cacerías de alimañas comenzaron a utilizarse como excusa para abatir otras piezas de mayor provecho cinegético y gastronómico –a las que los aldeanos no podían acceder de otra manera–, y esto provocó el enfado de Carlos IV, que en 1795 publicaba una nueva ley con la que ponía fin a esta práctica.

El monarca ordenó el exterminio de lobos y zorros, cesando las batidas y monterías dispuestas contra ellos, pero, para evitar que disminuyese la persecución con la nueva normativa, ordenó que las justicias de sus reinos pagasen el doble a aquellos que presentasen muerto uno de estos «animales nocivos».

De esta forma, los caudales públicos pagaban ocho ducados por cada lobo, 16 si era hembra, 24 si la apresaban con la camada y otros cuatro por cada lobezno. Curiosamente, en esta época el zorro estaba más valorado que su pariente, y las autoridades pagaban 20 ducados por cada uno –macho y hembra– y ocho por cada cría. Un dato que nos hace pensar que, posiblemente, en aquella época la presencia del zorro fuese menor que la del lobo.

Lince Ibérico. /Shutterstock

Los cazadores, ‘encargados del trabajo’

Con la llegada del nuevo siglo y la Guerra de la Independencia (1808-1814), obviamente se produce un periodo de inestabilidad que permite que se vuelva a extender la costumbre de celebrar batidas comunales, a pesar de mantenerse prohibidas. Esta situación se frena en 1834 con la publicación de un real decreto en el que se insiste en la prohibición de esta práctica, «dejando este cuidado al interés particular de los cazadores». Como vemos, por primera vez una ley vincula exclusivamente la persecución de predadores a los cazadores.

Esta nueva normativa amplía la lista oficial de «animales dañinos» y al lobo y al zorro se le unen la garduña, el gato montés, el tejón y el turón. Además, declara libre su caza durante todo el año, incluso en días de fortuna, en terrenos abiertos, baldíos y en rastrojeras. En las fincas cercadas, tan sólo se necesitaba el permiso del propietario o el arrendatario.

Para fomentar esta práctica el real decreto estableció un premio de 40 reales por cada lobo macho y 60 por hembra. Si estaba preñada la cantidad ascendía a 80 y la Administración abonaba otros 20 por cada lobezno. En el caso del zorro, zorra o zorrillo, se pagaba la mitad respectivamente, y la cuarta parte para el resto de alimañas.

Esta ordenanza estableció que, a cambio del pago, el alimañero debía entregar al funcionario público las orejas y los rabos de los cánidos y las pieles del resto de predadores menores. De esta manera se evitaba la picaresca de algunos tramperos, que presentaban el mismo animal ante las justicias de varios pueblos con el fin de obtener la recompensa varias veces. Además, estos despojos servían como justificante de pago a la hora de realizar la contabilidad del municipio.

Vuelven las batidas

La férrea prohibición de las batidas y del uso de trampas y cepos ordenada en 1834 provocó que la población de predadores se disparase. Este aumento también se debió a que los alimañeros disminuyeron la presión sobre los ‘animales dañinos’, puesto que en muchas ocasiones las justicias se negaban a pagarles la recompensa económica que, por ley, les correspondía.

Este aumento de los predadores provocó que volvieran los ataques al ganado… y a las personas. Algunos textos de la época narran que en aquellos duros inviernos el hambre sufrido por los lobos les llevaba a atacar a los aldeanos, algo que no pasó desapercibido para el gobierno. Ante la nueva situación, la Ley de Caza de 1879 abordó de nuevo esta cuestión y volvió a permitir, una vez más, la celebración de las batidas.

Esta vez, el control del ejecutivo sobre el desarrollo de las mismas era muy superior y comenzaron a realizarse sin los excesos del pasado. Además, el texto obligó a los ayuntamientos a abonar la recompensa económica estipulada de manera inmediata.

Chorco de Fornelo de los Montes (Galicia) para cazar lobos en batida.

A un paso de lograr el exterminio

Con la llegada del Siglo XX España continuaba siendo un país eminentemente rural, con la mayor parte de su población viviendo y trabajando en el campo, pero empezaba a modernizarse en todos los ámbitos. De esta manera, el aumento de población y las mejoras tecnológicas permitieron continuar el ‘trabajo’ del exterminio de ‘animales dañinos’ de una forma mucho más continuada, masiva y dramáticamente efectiva.

En 1902 se publicó la nueva Ley de Caza, que se reglamentó un año más tarde, y en ella nos encontramos notables cambios. A la ya tradicional lista de alimañas se añadieron nuevos nombres entre los que destacaban especies como el lince o rapaces como las águilas real o imperial. Además, por primera vez se prohibía su caza con arma de fuego durante la veda, aunque por otro lado se permitió su persecución con trampas siempre que estuviesen situadas a más de tres metros de los caminos, senderos y veredas.

De esta manera, la persecución se intensificó y se incentivó la figura de los alimañeros, personas extremadamente pobres que viajaban de pueblo en pueblo atrapando y exhibiendo a predadores como el lobo y que, además de la recompensa de las autoridades, obtenían la limosna de la población. Como hemos dicho esta práctica seguía siendo considerada un bien social.

Nacen la juntas de extinción

peligro de extinción

A pesar de que la presión sobre los ‘animales dañinos’ había aumentado durante la primera mitad del siglo XX, en 1953 el Ministerio de Agricultura redobló su esfuerzo para conseguir su exterminio con la publicación de un decreto conocido popularmente como la ‘ley de alimañas’. Este texto ordenaba la creación de las juntas provinciales de extinción de animales dañinos, que estaban compuestas por representantes de la Administración, de los ganaderos y de los cazadores.

Su función consistía en acabar con los principales predadores a través de la figura del alimañero, oficializada por primera vez con un título, y que gozaba de cierto reconocimiento social. Además de la recompensa económica, la Administración les facilitaba muchas veces los medios, como el veneno, para que desarrollasen su trabajo. La letalidad de esta forma de exterminar tan organizada no se hizo esperar, y supuso la puntilla para muchas de las especies que durante tantos siglos fueron perseguidas: el eterno anhelo estaba a punto de alcanzarse.

1970, la década del cambio

Antiguos cepos. /Shutterstock

Pero justo cuando más cerca se estaba de conseguir esa pretendida extinción, algo empezó a cambiar en la forma de pensar de la sociedad española y de la Administración. El país cada vez estaba más modernizado y desligado de un mundo rural que, a su vez, cada vez era menos perjudicado por las alimañas, casi extinguidas en gran parte de nuestra geografía.

En 1966 se produce un hecho histórico: se publica la Orden Ministerial de 3 de abril en la que se veda la caza de algunas especies consideradas alimañas, como el caso del águila imperial. Cuatro años más tarde se publica la Ley de Caza de 1970 en la que, por primera vez y tímidamente, se introduce el concepto de especie protegida, referida a aquellos animales cuyas poblaciones son reducidas y corren riesgo de desaparecer.

Del mismo modo se retira la recompensa económica por matar ‘especies dañinas’ y desaparecen las juntas provinciales de extinción, acabando también con la tradicional figura del alimañero: desde entonces, el control de las poblaciones de predadores iba a correr exclusivamente a cargo de los cazadores. Una década después, España tuvo que adaptar su legislación al Convenio de Berna de 1979 para poder entrar en la Comunidad Europea y, una vez integrada, acatar las diferentes directivas sobre la materia. El antiguo modelo, por tanto, se había desmembrado.

La descentralización de la caza

La Ley de Caza de 1970 dejó además las puertas abiertas para que cada comunidad autónoma legislase a su antojo sobre esta materia, algo que no se ha hecho efectivo de manera específica hasta la fecha, cuando comunidades como Castilla-La Mancha, Castilla y León o Andalucía están diseñando una nueva imagen, una nueva metodología y unas nuevas funciones del antiguo alimañero. Su objetivo no es, como antaño, extinguir especies, sino controlar las poblaciones de algunos predadores utilizando métodos selectivos seguros para el resto de animales, como veremos en el siguiente artículo. JyS

Primera ley sobre caza de predadores

En 1542 Carlos I otorgó en Valladolid la Facultad de los pueblos para ordenar la matanza de lobos, dar premio por cada uno y hacer sobre ello las ordenanzas convenientes mediante el siguiente texto: «Por quanto nos ha seido fecha relacion, que los señores del ganado y otras personas han recibido y reciben mucho daño por causa de los muchos lobos que hay en estos nuestros Reynos; y porque esto cese, nos fué suplicado, que mandásemos dar licencia á todas las ciudades, villas y lugares destos nuestros Reynos, para que puedan dar órden como se maten los dichos lobos, aunque sea con yerba, y puedan señalar el premio por cada cabeza de lobo, ó por cama dellos que les traxeren, y puedan hacer sobre ello las ordenanzas que convinieren para la buena órden y execucion dello: somos servidos, y tenemos por bien, que así se haga como nos fue suplicado; con el que hiere o matare venado con yerba, se le doble la pena, que por la ley está puesta al que hiere ó matare venado, ó otra caza vedada por las leyes y pragmáticas».

El veneno, autorizado

peligro de extinción
La venenosa ‘yerba de ballestero’ (Helleborus foetidus). / Shutterstock

El veneno fue prohibido en todas las épocas para la práctica de la caza, pero no para el exterminio de las alimañas. Ya en 1527, Carlos I prohibía cazar con la venenosa ‘yerba de ballestero’ (Helleborus foetidus) –en la imagen derecha, con ella se impregnaban las flechas– y la caza con tiro de pólvora –escopeta y arcabuz–, pero en cambio estos métodos eran válidos para dar muerte al lobo. A finales del siglo XIX se extendieron las batidas de veneno.

La Ley de Caza de 1879 reglamentó esta práctica, que consistía en envenenar masivamente el término municipal de un pueblo durante tres días. Para evitar intoxicaciones accidentales era obligatorio darlo a conocer en el propio pueblo y en aquellos vecinos, a través de bandos, mientras se llevasen a cabo. La tristemente conocida estricnina se hizo famosa durante el siglo XX, siendo usado con terrible efectividad y sin restricciones en nuestro país.

Protección férrea a los animales beneficiosos

En contraposición a la persecución de los considerados ‘animales dañinos’ cabe destacar la férrea protección establecida sobre otras especies cuya presencia era beneficiosa para el hombre, especialmente en las explotaciones agrícolas. De esta manera, ya en el siglo XIX se prohibió la caza de cualquier tipo de ave insectívora por el beneficio que estos animales aportaban a los cultivos a la hora de combatir plagas de insectos, por ejemplo. Algunas aves rapaces también gozaban de esta protección.

Un lince no valía cuatro pesetas

La Ley de Caza de 1902 mantenía la recompensa económica establecida cuatro siglos atrás para los ciudadanos que matasen un ‘animal dañino’, aunque fue la primera en anunciar la recompensa en pesetas. Una vez más, el lobo era el gran perseguido y por él se abonaban 15 pesetas si era macho, 20 para las hembras y 7,50 por cada lobezno. Un zorro macho era recompensado con 7,50 pesetas, con 10 si era hembra y con 3,75 si se trataba de una cría. Llama la atención que la administración pública ‘sólo’ abonase 3,75 pesetas por cada lince muerto. La misma cantidad se pagaba por aves como el águila real e imperial, lo que nos indica que no eran especies muy valoradas.

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