Fernando López Mirones – 14/11/2016 –
Hace unos años, cuando éramos estudiantes de Zoología, era costumbre entre nosotros campear sin barreras. En la Facultad de Biología todos lo hacíamos, y ahora que los delitos han prescrito puedo confesarlo: nos colábamos en fincas, reservas y parques naturales o nacionales con la intención de observar a todo bicho viviente y fotografiarlo. El Monte de El Pardo era uno de nuestros favoritos, un ecosistema de encinar adehesado magnífico junto a la urbe de Madrid propiedad de Patrimonio Nacional y zona de seguridad extrema por incluir la residencia de Sus Majestades los Reyes de España, imagínense.
Aunque nuestras intenciones no eran venatorias, estas travesuras de juventud nos proporcionaron la experiencia de cazadores furtivos, pues como tales éramos perseguidos. Nos veíamos obligados a actuar como ellos, a escondernos igualmente y a comprobar por cuenta propia la seguridad efectiva de estas fincas. Muchas veces nos persiguieron a caballo o en aquellos Land Rover Santana sólidos como elefantes de hierro. Ataviados miméticamente, con prismáticos y sigilo, confieso que aquellos juegos de guerra con los guardas eran excitantes. Ellos hacían su trabajo, eran magníficos, siempre nos parecieron respetables y simpáticos. En el fondo nos daban envidia por vivir en esos paraísos que tanto nos atraían, pero no podíamos dejar que nos cogieran. El disgusto a nuestros padres, la detención merecida y la multa eran considerables; eso sin contar con el riesgo de recibir algún perdigonazo, máxime rondando, vestidos de comando, la residencia de Su Majestad. Hoy en día sería impensable algo así, pero, como hecho está, quiero contarles lo que aprendimos jugando a ser furtivos.
Burlar la vigilancia de parques nacionales era muy fácil, la de reservas y parques naturales también, pero todos estábamos de acuerdo en algo: hay dos clases de montes en los que era extremadamente difícil entrar sin ser detectados, las fincas de toros bravos y las fincas privadas de caza.
Conocí a tipos despreciables que organizaban cacerías ilegales de linces en el interior del Parque Nacional de Doñana, de cabras hispánicas en Cazorla o de urogallos en parques cantábricos. Siniestros negocios florecientes. Teníamos claro que la protección de estos espacios públicos era nefasta y a menudo corruptible, pero palabra de explorador que colarse en una finca privada de caza era casi imposible desde el mismo momento en el que veían nuestro vehículo llegar al pueblo… y mucho menos en aquellas dedicadas a la cría de toros bravos. Ahí empecé a darme cuenta de una realidad que muchos parecen no entender, y es que suena muy bonito decir que hay que conservar la naturaleza… sin poner un euro ni una gota de sudor para conseguirlo. Que los animalitos estén ahí, sin que nadie cace, ni pesque, ni críe ganado, ni corte árboles por si alguna vez se nos antoja dar un paseíto y ver a Bambi. Igual que nos pasaba a nosotros, en esas fincas bien gestionadas y que son rentables gracias a su explotación cinegética o ganadera no entraban casi nunca los furtivos de verdad. Para un águila imperial, un lince o un buitre negro vivir en el interior de esos santuarios privados era mucho más seguro que hacerlo en los espacios naturales protegidos por el Estado. La razón es evidente: el campo genera enormes gastos de mantenimiento y vigilancia que hay que financiar de algún modo, algo posible gracias a las actividades mencionadas. Sólo dos gremios conocen de primera mano esta realidad: los deleznables furtivos y los futuros zoólogos de bota. Guárdenme el secreto.