Algo tiene el verano para mí desde que era bien jovencito que despierta el remusguillo de la caza incluso más si cabe que la temporada general, y mira que soy apasionado de las perdices. Debe de ser, supongo, por los meses de abstinencia desde que acabó la general allá por el mes de enero, o febrero si es que cazamos en La Mancha.
Quizá sea por el calorcillo que anima el espíritu, las endorfinas por las muchas horas de luz… o a lo mejor es porque las vacaciones te ponen de mejor humor y eso influye también en la forma en que vivimos la caza. Mira, no lo sé. Sea por lo que sea, a mí el tema de la media veda ha sido siempre algo que me ha llevado de cabeza y los días previos a la apertura han sido, si cabe, y sin duda, mucho más de impaciencia que cuando se aproximaba la general.
Los que solemos colaborar con las revistas y prensa escrita sobre caza tenemos también la costumbre, como es natural, de contar más lo bueno de todo lo que vivimos, pero los que suelen leerme desde hace años saben que yo tengo predilección casi enfermiza por las anécdotas, los chascarrillos y todas aquellas cosas que se salen un poco de lo habitual en una jornada de caza.
De hecho, está muy bien leer y aprender todo sobre técnicas, estrategias, material y modalidades de caza, pero si uno lo que busca es entretenerse y reírse un poco lo mejor que puede encontrar es un buen artículo o libro sobre anécdotas, venturas y desventuras de nuestra afición.
Os recomiendo por cierto una joya de este tipo de libros con el que os reiréis las muelas: Narraciones de Caza Mayor en las Sierras de Cazorla, Segura y Las Villas de Juan Luis González Ripoll ¡Y que conste que no tengo ningún tipo de interés económico! Es que os quiero bien.
Aun a costa de mi reputación, si es que ésta realmente ha existido alguna vez, voy a relataros algunas de las cosas que me han pasado en estos días mágicos de media veda para entreteneros un poquito y también que sirva para activar los motores y os ponga en marcha ese sano bulle bulle de la caza en agosto. Algunas son realmente vergonzosas, así que, por favor, os pido que no me juzguéis ni os consideréis libres de pecado porque yo también soy de los que pensaba que esas cosas jamás me podrían suceder a mí.
El bando de palomas torcaces
No. No era yo cazador precisamente novato aquel día, cuando después de haber estado toda la mañana entre los pinos buscando el paso de las torcaces al final terminé aburrido y derrotado por montarme en el coche e intentar buscar algún lugar donde las palomas fuesen a beber.
En el trayecto, y mirando siempre al cielo esperando ver algún movimiento o transitar más de un par de palomas seguidas por el mismo sitio, de golpe, después de una curva del camino, me encuentro comiendo en un trigo no menos de 20 torcaces sin coscarse de mi presencia.
Le hice la cuenta a la operación y echando números calculé que, si conseguía acercarme con mucho sigilo a un chaparro que se interponía entre las torcaces y el coche, contando con los tres cartuchos en la repetidora, sería capaz de matar un par de ellas posadas en el suelo y con suerte y aplomo otras dos cuando saliesen volando.
Podría no estar mal del todo el lance, así que bajé del coche, monté la escopeta, la cargué con tres píldoras de 32 gramos del 7 y cual gato me fui aproximando al chaparro que sería mi protección. Llegué casi convencido de que, como suele pasar, las torcaces en algún momento me ficharían y emprenderían el vuelo sin yo apenas enterarme.
Pero el caso es que cuando llegué al parapeto y me asomé por entre las ramas allí seguían ellas sin percatarse del plomo que se les venía encima. Y sin encomendarme a nada más que al bendito inventor de la pólvora le apunté a dos que veía más juntas y les solté el zurriagazo con todo mi corazón.
Quedé más desconcertado que Adán en el día de la madre al no apreciar ningún movimiento en el bando ni aleteo de torcaces moribundas… ni nada de nada. En esto que brotan dos paisanos de entre la maleza entre asustados y cabreados y me espeta uno de ellos con el cuello hecho una vena: «¡Date tú otro tiro en los huevos!».
Si pudiese haber hecho un hoyo en ese mismo momento y meterme bajo tierra lo habría hecho, porque se me iba un color y se me venía otro. Lo único que atiné a decir y hacer es levantar la mano con un: «¡Perdona, hombre!».
Yo creo que ellos estaban más asustados que enfadados, porque no replicaron y volvieron a sentarse en su silla sin decir nada más. Si no hubiese sido por la vergüenza me hubiese gustado preguntarles dónde habían comprado aquellos cimbeles porque la verdad es que me engañaron como a un pollo de cascarón.
Los señuelos se movían tal cual si estuvieran picoteando grano en el suelo y no se me ocurrió pensar que no fuesen de verdad. A lo mejor fue también cosa del sueño con que uno anda esos días… yo que sé. Ha sido el momento más vergonzoso en mi vida de cazador, de largo.
Codornices por rastrojos
Luego hay otras ocasiones en las que sucede como decía el eslogan aquel del anuncio de la DGT, el de que a veces las imprudencias no sólo las pagas tú. Mis hijos varones han sido respecto a la caza más de arre que de so, por lo que siguiendo los consejos de los expertos en introducir a la juventud en el mundo de la caza seleccioné un día de esos que uno tiene previsto que se dé bien y de los que hacen afición.
Aun a costa de no cazar con toda la libertad y el egoísmo con que normalmente lo hacía, aquel día decidí llevarme a mi hijo Pablo, que por entonces tenía no más de siete u ocho años, y a su madre juntos a una talita de rastrojo de trigo que estaba muy bueno de codornices.
Lo mejor de todo es que aquel trocito no lo tenía controlado nadie en la sociedad de cazadores excepto yo, por lo que podría cazar tranquilamente sin agobios, sin prisa y sobre todo sin riesgo para mi ‘pichón chico’.
Pues nada, para que la criatura no tuviese que madrugar y para ponérselo todo muy llano y que guardase un buen recuerdo decidí ir por la tarde cuando ya hubiese caído el sol. También conseguí animar a mi mujer para que se viniese y fuese testigo de sus primeros pasos en la caza. Preparé su botellita de agua fresca, su merienda y su sombrero para que todo fuese sobre ruedas y también le puse unas gafas de protección para tenerlo todo atado y bien atado.
Total, que llegamos al sitio, nos ponemos a caminar por el rastrojo y enseguida mi bretona que empieza a darme muestras y a cobrarme codornices… pero no había caminado ni 200 metros y colgado tres o cuatro pájaros cuando miro hacia atrás y me veo a mi mujer y a mi hijo parados en medio del rastrojo.
Mi Pablo lloraba como si le hubiesen robado el Chupa Chups y mi mujer me llamaba a voces. Yo pensé en lo peor y lo primero que se me pasó por la cabeza fue en que pudiese haberle mordido alguna víbora, que por aquellos pagos no abundan pero las hay.
Salgo corriendo hacia ellos y cuando llego lo que me encuentro es un panorama con el que yo no había contado y que fue totalmente mi culpa. Yo iba con mis botas altas y mis pantalones por encima de ellas, pero mi mujer y mi hijo no estaban equipados e iban con sus zapatillas y calcetines. Craso error.
Bueno, creo que llevaban calcetines porque lo cierto es que apenas se veía nada de tela debajo de aquella pelota de cardillos, abrojos y demás flora tan tremenda. Allí había pegadas como velcro toda clase de malas hierbas y semillas punzantes del mundo. Cada paso que tuvieran que dar para ellos era un suplicio, pues en aquel rastrojo de trigo había más abrojos que piedras.
Tuve que ir a por el coche y aparcarlo allí en medio de la siembra para que ellos pudiesen meterse dentro, quitarse los calcetines y el calzado y yo, elegir entre dos opciones: o irnos para casa y terminar la jornada o que se estuviesen en el coche viéndolo todo hasta que yo me fuese.
23 codornices me colgué aquella tarde, egoísta de mí. Siempre he sido incorregible en esto del frenesí de la caza. Lo que sí es cierto es que, durante muchos años después, cuando le hablaba a mi hijo de codornices, él se ponía a andar de puntillas.
Águilas y palomas
Pero con las torcaces me han pasado algunas muy gordas. Sin ir más lejos, y aunque esto es bastante corriente como bien sabrán todos los aficionados al cimbel, son muchas las ocasiones en que entran halcones peregrinos, azores y águilas de todo calibre viviente a quitarme las palomas del balancín.
Pero necedad y cabezonería más grande que la del águila calzada del verano pasado la verdad es que no he encontrado hasta ahora.
Me dio el disgusto del verano la desgraciada aquella.
La tarde se estaba dando malamente y no había tirado más que un par de pájaros… hasta que vino el pajarraco aquel a rematar la jornada.
No sé de dónde salió, pero no me dio tiempo a salirme, hacer aspavientos ni espantarla, ni nada de nada. De que eché mano le pegó tal tarascada al cimbel que tiró toda la pértiga al suelo sin soltar a su presa ni un segundo.
Con el susto salté del puesto como con un resorte y empecé a gritarle de todo al águila que tenía a mi Maricruz entre sus garras, pero no había aspaviento, grito o insulto que yo le dijese que le hiciese soltarla. No me quedó otra que pegar un tiro al suelo, pero ni envuelta en polvo soltaba a mi cimbel favorito.
Sólo cuando llegué a donde estaba el águila, y ya casi a punto de echarle mano, la soltó y se autoconvenció de que iba a ser imposible llevarse la paloma para comérsela. Y todavía mientras se largaba volando me soltó un par de exabruptos diciéndome no sé qué de mi padre y de mi madre, muy ofendida ella por haberle robado la cena.
Como le sucede tantas veces a los del 112, sólo me quedó certificar la muerte de mi Maricruz. La leche que le dieron.
El puesto de los toros
Para no alargarme mucho, hacerme pesado y parecer el abuelo Cebolleta voy a contaros sólo otra más que me sucedió por aquellas tierras de Jaén en una de aquellas excursiones de media veda que solía hacer a menudo cuando las torcaces no abundaban por mi tierra.
Un bueno amigo de Linares me invitó a ir el primer día de la media veda a una finca buenísima que tenía y tiene en el municipio de Vilches. El coto es un bizcochito y está pegado a un pantano.
Con la cantidad de siembras y el cebo que les ponían aquello era un ir y venir continuo de torcaces, pero sobre todo de tórtolas a miles.
Yo jamás había ido a Linares en verano y lo primero que me sorprendió cuando nos bajamos del coche a las 20:00 horas del día anterior fue el bofetón tan tremendo de calor bestial que allí hacía y hace normalmente.
Estamos hablando de que levantándote a las 05:00 horas la temperatura seguía siendo de 30 grados. Pero cuando llegan las 11:00 horas aquello es totalmente insufrible. Yo no había llevado el agua suficiente porque no contaba ni con aquel calor… ni tampoco con la cantidad de pájaros que tendría que recoger a pleno sol.
Cuando llegó la hora yo tenía que cobrar, con 42 grados de temperatura, 102 pájaros en un laderón de miedo con un desnivel muy grande.
Llevaba 50 y me tuve que sentar en una sombra y llamar por teléfono para que me recogiesen porque me dio una pájara de muy señor mío. Un mareo como de barco que veía todo doble.
Pero lo peor no fue eso, sino el puesto que me tocó por la tarde, el que ellos tenían bautizado en el sorteo como ‘el de los toros’. Yo no le di a aquello más importancia porque pensaba que aquel nombre venía desde tiempo inmemorial por algo acaecido en aquel lugar relacionado con toros; pero no, el topónimo estaba de taurina actualidad.
Ya me mosqueó cuando me explicaron que tenía que saltar la valla y ponerme en un montecillo que había al otro lado, pero no me podía yo imaginar que iba a estar toda la tarde entre toros bravos. Aquella gente está tan habituada y lo ve tan normal que no le dieron importancia alguna por la costumbre que ellos tienen, y ni siquiera me lo comentaron.
Cuando ya me alejaba, el anfitrión me dijo que si estaban los toros echados en el chaparro al que yo iba les pegase dos gritos y se irían… De broma, pensé que estaba.
Cuando llegué al montecillo empezaron a salir morlacos de la sombra y me quedé pasmado. Llamé a Juan, alterado, contándole como novedad que aquello estaba lleno de toros bravos como un coche de grandes y él se reía y dijo que sí, que no me asustase que no me harían nada.
Cuando pegué los primeros tiros yo creo que se fueron todos los que había allí, que no eran menos de 30… excepto uno que por lo visto debía de ser sordo o muy flamenco él.
El caso es que se quedó tumbado a la sombra a 50 metros detrás de mí y nada de lo que yo hiciese, dijese o disparase le iba a hacer cambiar su actitud en toda la tarde. Y así me pasé la tirada, con un ojo puesto en el cielo y otro puesto en el toro, que me hizo no centrarme en lo que estaba ni por un segundo.
Jamás el tiempo en un buen puesto se me había pasado tan lento. Ha sido la única vez en mi vida en que me he dejado la mayoría de palomas sin cobrar porque yo no me fiaba de separarme más de diez metros de la encina.
¡Ah, que os reís! Dios os libre de veros en una igual este verano.
Ale, que os divirtáis.