Una y mil veces brotan en mis sueños imágenes que desearía que mi memoria olvidara o que mi subconsciente enterrara en lo más profundo de la mente y solo afloraran cada 29 de febrero como mucho. Pero no, no es así. Siguen apareciendo esos sucesos no sólo cuando duermo –y no soy dueña de mis fantasías– sino cuando estoy despierta. Aparecen con tal lucidez que mi pensamiento permite reconstruir al milímetro el marco que envolvía tal acontecimiento. Aparecen con tanta fuerza que ni el tiempo es capaz de adueñarse de ellos. Aparecen y vuelven a aparecer. No dan tregua. Son hechos que me persiguen, se adueñan de mi ser y me crean un desasosiego difícil de entender para aquellos que no son cazadores. Sigues sin comprender como cometiste ese error y continúas fustigándote por no haber tenido la templanza necesaria para llevar a buen puerto ese lance.
Qué traicionera es la memoria que te hace revivir una y otra vez ese fallo inexplicable que hizo que esa pieza de caza, a la que ya te veías marcando entre jarales y chaparros, siga con su trote alegre entre los montes en los que habita. Riéndose de ti. Una carcajada silenciosa que tú escuchas perfectamente. Va feliz ante la batalla ganada. Conocedora con mayor profundidad de las reglas del juego de la caza. Ha salido victoriosa y más sabia que cuando apareció delante de ti. La próxima vez que vea a un ser humano en su territorio, intentará volver a triunfar. Tiene más experiencia, ha aprendido la lección y ya no sólo habrá que tener buena puntería con el arma que te encaras en la mejilla, sino que deberás ser más listo que ella y sorprenderla antes de que perciba tu presencia.
Los fallos. Los disparos errados hay que llevarlos con señorío, con elegancia, pero ello no conlleva que puedas echarles tierra encima como si no hubieran sucedido y no vuelvas a pensar en ellos. Hablo de fallos estrepitosos, garrafales, a los cuales te cuesta darles una explicación de qué sucedió. Esos y no otros –un tiro lejano, un animal corriendo u otro que al que sólo tienes la oportunidad de disparar entre dos carrascos separados por menos de tres metros…– son los que te traicionan una y otra vez. No los olvidas nunca.
¿Por qué será que se nos graban más a fuego esos tiros marrados que esos otros certeros y grandiosos que ponen un broche de oro al lance? Pienso que no soy la única a la que le sucede esto –no tengo la patente, creo–, pero podría describir con todo detalle esos desaciertos más descomunales –aún duelen– desde que llevo un rifle al ristre sobre mi cuerpo y de eso han pasado muchos años… más de los que quisiera.
Ese bonito venado, en Riaño, parado, mirándome, a poco más de un centenar de metros, con su silueta bien remarcada sobre el espeso manto de nieve que envolvía todo el valle, con la vara bien clavada en el suelo, el rifle apoyado en ella y con todo el tiempo del mundo por delante… O aquel otro ciervo que se aproximaba a mi puesto rompiendo con su fuerza el monte que se entrometía entre él y la libertad, azuzado por los canes y la voz de perrero gritando: «Va a salir al cortadero, al puesto del alcornoque seco». Y ya con el arma encarada, el seguro quitado y el dedo en el gatillo, lo ves aparecer, y cuando ya te lo imaginabas doblando las manos cayendo abatido, percibes la polvareda que ha levantado tu bala al estrellarse contra la tierra seca.
Y cómo no recordar ese cochino que divisé en la lejanía acercándose hacia mi postura, despacito, sin nada ni nadie que lo apremiase, esperando a que llegara al lugar elegido para realizar el disparo, recreándome en el lance, disfrutando de su caminar y ¡tiré!, pero el animal continuó con su trayecto, eso sí, a una velocidad totalmente distinta, mientras mi cargador se vaciaba. ¡Qué difícil es no recordar esas batallas perdidas cuyo único culpable es uno mismo! Hay que aprender de ellas y no vender la piel del oso antes de cazarlo. Un poquito de humildad no viene mal ¡de vez en cuando!