Jesús Caballero – 07/06/2018 –
Todas las épocas tienen un referente propio, un modelo axiológico cuyo destino es agotarse en su propia caricatura y ser sustituido por otro antagónico. La renovación de gustos y valores humanos es una constante de civilización denominada dialéctica histórica en virtud de la cual unas ideas –tesis– se confrontan con otras –antítesis– surgiendo una síntesis que el tiempo transformará en la nueva tesis a abatir, y vuelta a empezar. Estos ciclos de pensamiento son, en definitiva, el resultado del permanente conflicto de ideas que implica su periódica revisión. La última ola –tesis, si quieren– ha sido la del ecologismo, un valor social de origen colonizador que empieza a manifestar claros signos de fatiga por las consecuencias derivadas de su extremada y empalagosa melaza intelectual. La crisis del radicalismo verde comienza cuando el ciudadano percibe que la verdadera consecuencia de esta filosofía es relegar al hombre a mero espectador de una naturaleza que se le da interpretada bajo parámetros ideológicos igualitarios.

La propuesta verde es cierto que en sus principios fue un modo de rebelarse contra el feroz modelo de desarrollo que el capitalismo proponía –«la depredación salvaje», diría Marx–, unos pulcros ideales dialécticos que el tiempo ha terminado por pudrir dejándonos como detritus la ignominiosa sentencia de tener que renunciar a nuestra condición biológica para no desentonar de ese ñoño neomarxismo en que ha terminado convertida la corrección política. La tesis de esta nota es señalar cómo desde la propia dialéctica histórica es previsible una nueva epifanía filosófica que rechace la dictadura ecólatra y sus derivadas políticas y biológicas, un nuevo pensamiento que permita una relación más sensata con la tierra basada en el aprovechamiento sostenible de todos los recursos naturales renovables –¡todos!–.

Los anglosajones llaman a esta reconquista de valores, de los «bienes posicionales», esos pequeños intereses particulares –agrícolas, ganaderos, recolectores y cazadores–, como exaltación del modelo renovado del aurea mediocritas que esconde la vida rural. Recuperar el júbilo primario de llevar a nuestra mesa productos cosechados por nuestras manos es la antítesis al integrismo verde que ha terminado por demonizar estas prácticas ancestrales, estigmatizando a sus practicantes desde unos valores «líquidos» de vanguardia cuyo fin último no es otro que la aplicación de un modelo de relación con la naturaleza que amenaza tan serios valores como la libre disposición y uso de la propiedad privada. Es cierto y desesperante tener que lidiar con la histeria de los urbanitas anticaza que nada saben de lo que dicen detestar, o con los ‘Marley’ subvencionados de cara granítica, o con los que desprecian la alimentación omnívora y, si no, con esos implacables hermeneutas del bienestar animal. En definitiva, lidiar con toda esa abigarrada sociedad que apunta y dispara sin miramientos, ni argumentación lógica, contra todo lo que no encaje con un modelo igualitario de desarrollo.

Amigos, el mundo rural les incomoda –siempre lo hizo– porque entiende como pocos colectivos que la propiedad privada y la libertad son esencia de derechos y valores, y eso hoy es «despreciablemente conservador», cuando lo que en realidad se reclama es recuperar un modelo sensato de respeto y convivencia, sensu communis refert sempert. Era inevitable, con tanto agravio, la sublevación de una ‘Tabarnia rural’, núcleo, digo, de resistencia que no sólo reclama el escalafón perdido para nuestra especie, sino también los derechos históricos de los individuos que la conformamos. Los sofistas verdes seguirán pregonando sus falsas profecías. ¡No se engañen! Sólo son epidícticos discursos para analfabetos; viven de eso, no de la tierra.