Todo cazador que se precie como tal no se libra de haber hecho alguna que otra locura cinegética. La pasión por la caza es tan fuerte que a veces se confunde con un ligero desvarío, aunque todo quede en anécdotas. Desde plantar excusas de campeonato hasta enfrentarse a tormentas bíblicas, lo cierto es que la afición puede con todo.

Y lo curioso es que, cuando compartes vivencias con otros cazadores, siempre hay alguien que asiente con la sonrisa cómplice de quien ha pasado por lo mismo. La caza, al fin y al cabo, no entiende de horarios, temperaturas o estados de salud.

Excusas de campeonato

Seguro que más de uno lo ha hecho: un dolor de cabeza repentino que solo se cura con el aire del campo. «Hoy no voy a tal o cual cosa, necesito descansar», has dicho. Claro, descansar con la escopeta en la mano y los perros ladrando de emoción.

Lo mismo pasa con la pareja. ¿Cena o fiesta hasta las tantas? Lo siento, ha surgido algo «urgente». Y lo urgente es que mañana amaneces en el coto. Eso sí, precaución máxima con las redes sociales: subir una foto en el puesto mientras dices que estabas indispuesto puede salir demasiado caro.

Héroes del frío (y del calor)

«¿Pero cómo vas a salir con este frío?», dicen en casa, mientras te enfundas el abrigo y te calzas las botas. Los cazadores tenemos un termostato propio: da igual si son cinco grados bajo cero o si el sol aprieta como en pleno agosto. La pieza no entiende de meteorología, y nosotros tampoco.

© Carlos Vignau

Al final, entre sabañones o sudores, siempre queda la satisfacción de haber aguantado. Porque si algo define al buen cazador es que el mal tiempo nunca se convierte en excusa.

Cara a cara con la pieza

También hay momentos de adrenalina pura. Ese jabalí que rompe monte a tres metros de ti y te hace sentir como si el corazón fuese a salir disparado del pecho. O esa perdiz que te ha estado toreando toda la mañana y que, cuando por fin aparece, lo hace con un estruendo que te deja helado.

Pero no siempre el lance se queda en anécdota. Más de uno ha sentido el «cariño» de un navajazo de jabalí o la embestida de una res herida. Cosas que se cuentan en la sobremesa como gestas heroicas… aunque en el momento no tuvieron ninguna gracia.

Ni el médico te detiene

Esguince en el tobillo, brazo en cabestrillo o muletas en la puerta de casa. Da igual: si la jornada de caza está cerca, se buscan las maneras de no faltar. Y aunque solo sea quedarse quieto en un puesto mientras los demás mueven la caza, ese día, misteriosamente, suele acabar en triunfo.

Es una ley no escrita: el que va lesionado, siempre acaba tocando pelo. Y si no, al menos se lleva la gloria de haber cumplido con la afición contra viento y marea.

Bajo tormenta bíblica

Si un cazador ve venir nubarrones, no se va a casa. Todo lo contrario: ajusta la gorra, aprieta el paso y se prepara para mojarse hasta los huesos. Lluvia, viento o los dos a la vez forman parte del juego.

Aunque haga un día de perros el cazador siempre mantiene la sonrisa. © Shutterstock

La caza también es superación, y pocas cosas demuestran más temple que aguantar en el puesto o junto al resto de compañeros de la mano mientras el cielo descarga con furia. En esos momentos, uno se siente protagonista de una épica personal que solo otros cazadores entienden.

Lo que sea por la pieza

La pieza cayó en el río helado: no pasa nada, se entra aunque el agua esté que corta la piel. Cayó en el zarzal: pues toca pincharse. Los cazadores no conocemos la palabra límite cuando se trata de cobrar lo que con tanto esfuerzo hemos conseguido.

Y es que no se trata solo de llevar la pieza a casa. Se trata de respeto, de completar el lance y de honrar la afición. Al final, cada arañazo o chapuzón se convierte en una medalla de guerra que se recuerda con orgullo.

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